Lo primero que llama mi atención es el volúmen del grito. Una
gruesa voz de hombre lanza alto y fuerte desde la calle “Mira mamagu…, déjala
quieta no jo…, maldito cobarde”. Corro al balcón.
Un hombre con chaqueta y casco
de motociclista está golpeando en el estomago a una joven que no dice palabra y
cae al suelo. Horrorizada veo que a pocos pasos hay otro hombre joven, que
parece ser el de las groserías a gritos, que comienza a acortar la distancia
entre ellos mientras continúa gritando a todo volumen: “Cobarde, maldito, no
jo…, pégame a mí a ver si te atreves a pegarle a un hombre co…de tu madre!”, “Cobarde
maldito, mil veces cobarde!” La lluvia de groserías continúa en un claro y
fuerte acento venezolano, mientras el que las grita llega justo al lado de la
jovencita que, en el suelo doblada sobre sí misma, se sostiene el abdomen. El
agresor ha retrocedido hasta su moto estacionada sobre la acera, gritando cosas
difíciles de entender por el casco integral que lleva puesto, pero son con
fuerte acento argentino, eso sí se distingue. Montado en la moto, se voltea y
lanza una última amenaza con la moto ya encendida y el puño en alto amenazante.
Volteado sobre el asiento, se lanza rápido calle arriba.
Regreso la mirada
hacia la izquierda de la acera, donde ya el joven venezolano ha llegado junto a
la chica, que no termina de incorporarse mientras él le habla y le pone la mano
en la espalda. Desde mi balcón, apenas a unos pasos de distancia, salgo de mi
susto inicial por la violencia de la rápida escena, y les pregunto, levantando
la voz para que me escuchen, si ella está bien y si quieren que llame a la
policía. Entonces, sólo entonces, la chica golpeada se incorpora y me contesta
que no, que no llame a la policía, que ella está bien. Los muchachos hablan y
es el joven venezolano quien ahora me dice “No se moleste, señora, ya para qué.
La voy a acompañar a su casa. Gracias” No resisto la duda. Le insisto: “Chamo,
tú la conoces, estás seguro que va a estar bien?”,. “No señora, no la conozco,
pero no se preocupe. Estos argentinos tienen la mano muy suelta con las
mujeres.” Y unos segundos más tarde, mientras ya han dado una par de pasos,
agrega con indignación, mirando hacia donde sigo parada en la orilla de mi
balcón: “Esto es a cada rato, señora.” Los jóvenes se van caminando por esta oscura calle de San Telmo donde vivo. Regreso pensativa al interior del apartamento.
Es cierto. El feminicidio en la República Argentina es un
problema social grave. Así como es de amorosa y cortés la amabilidad de muchos
hombres que he conocido en estos pasados cinco meses, también es tristemente cierta la
actitud displicente y agresiva hacia las mujeres de muchos otros, la cual es igualmente
notoria y muy desagradable.
La inmensa ventaja que me dan los años que cargo puestos
encima, ya me ha dado la licencia de pararle el trote a unos cuántos
maleducados en la calle. O no te dan paso en la acera, o sencillamente te
atropellan y tropiezan. En voz alta y clara les digo “Maleducado, a las señoras
se les da paso, grosero”. Pueden creerlo? Yo, así tan tranquilita como me veo,
sin tan siquiera levantar la voz, simplemente se los digo en su cara. No lo
pueden creer, me miran asombrados. No están acostumbrados a que se les hable de
esta forma. Suave pero firme. Bien firme. La mayoría se disculpa. Si señora, dicen
medio avergonzados y medio asustados, pero se disculpan. Buena para mí.
Ahora en esta nueva vida que hago como como peatón, intento
desplegar esa misma cortesía que he tenido toda la vida como chofer, de la cual
-además- me siento muy orgullosa. Me la enseñó mi papa cuando me dio mi primer
carro y me enseñó a manejar, allá en la Caracas de comienzos de los setenta. No
me olvido que sus palabras fueron “La cortesía te puede salvar la vida, Elena”.
Ha sido cierto. Para tener el tiempo de ser cortes, es obligatorio andar
pausado. Con ello, ganas unos segundos extra y te fijas ahora mejor en los
detalles. Eso es lo que te protege.
No voy a perder ese buen hábito en Buenos Aires. Faltaba más.
De hecho, me está dando el pálpito que la fortísima emigración venezolana al
Argentina marcará algunos hitos también
en esta materia.
No te das cuenta de lo educados que somos la mayor parte de los venezolanos
hasta que nos comparas. Nunca más me quejo de lo grosero que se ha vuelto
nuestro lenguaje en Venezuela. Esta noche vi correr a un argentino espantado, con todo y casco integral puesto, frente a la violencia de semejantes insultos a grito destemplado, la cual vi acercarse valientemente al agredido y hace retroceder al agresor. Buena para nosotros.
Esto me ha puesto a pensar que de muchas maneras, y aunque hayamos reflexionado muy poco al respecto, se me hace que las madres venezolanas sí somos diferentes.
Ese
fuerte y valiente matriarcado de mantuanas, negras, indias y mestizas que
heredamos desde la arrasada Venezuela posterior a nuestras guerras independentistas
y federales, se ve distinto desde afuera. Porque sucede que durante esos casi cien años de guerra, murieron
casi todos nuestros varones en edad útil y reproductiva. Esto dió como resultado que Venezuela entró al
siglo XX llena de mujeres solas que tuvieron que echar el país a andar, de una
u otra forma. Poco se ha hablado de este tema, del que la historiadora Ermila Troconis de Veracoechea hace en
su libro , Indias, esclavas, mantuanas y primeras damas, un magnífico análisis (Caracas, Academia
Nacional de la Historia, Ed. Alfaomega, 1990)
Eso,
entre otros elementos, debe ser lo que ha hecho históricamente que a las
venezolanas nos ronque el mango. Digo yo.
Argentina
nunca será la misma, se los aseguro, después de tantos muchachos y muchachas
venezolanas que harán su mestizaje cultural en esta tierra, porque ellos sí que
saben entender una inequívoca voz de mando que hace una gran diferencia. Creo
que le debemos todo esto a la muy sabia y oportuna voz del inconfundible lenguaje
de la chola materna venezolana. Y
eso, se aprende rápido en nuestras casas, no se olvida más nunca, y se carga
puesto por el resto de la
vida. Para bien o para mal.
Ese límite aprendido en los hogares venezolanos desde la más
tierna infancia, tiene sus bemoles, es verdad. Pero, nos ha definido como gente
que valora inmensamente la educación y los buenos modales. Eso también es muy
cierto. No he visto jamás en Venezuela la conducta en los niños y adultos que tristemente
he presenciado y vivido en Buenos Aires hasta la fecha.
Aquí muchos niñitos andan por la calle haciendo unas
wagnerianas pataletas, no saben cuántas y de qué calibre las he presenciado
horrorizada. Sus padres actúan de una manera totalmente nueva para mí, pues o
los ignoran, o les tratan como si en lugar de sus progenitores fueran sus
psicoterapeutas. Claro está que a los niños no se les pega nunca jamás de todos
los jamases. De hecho, me he arrepentido hasta el agotamiento de los muchos
zipotazos que les di a mis hijos en su momento, pero una cosa es un golpe y
otra muy diferente una chola que te persigue mientras te delimita una marca que
no se cruza, y que no olvidarás mientras vivas. Mas aún que la temida chola
venezolana era la aún mas aterrorizante mirada de la mamá de uno. Y también de la
mamá de los amigos de uno. Porque en Venezuela, también las madres de tus panas
se sentían autorizadas a mirarte feo o hasta amenazarte con su chola si hubiera sido necesario.
Supongo que la culpa la tiene Andrés Eloy
Blanco, con sus” hijos infinitos” y ese cuento de que “cuando se tiene un hijo,
se tiene al hijo de la casa y al de la calle entera…”. Por eso le incluyo a
nuestro querido poeta en esta crónica de la mañana de hoy.
Muchos venezolanos compartimos con justo orgullo el haber aprendido
esa noción de la mirada materna como zona limítrofe, nunca en reclamación como
nuestro Esequibo. Nada de eso. Aquí no hay reclamo que valga. Una mirada
clavada en ti desde el otro lado de la sala, o inclusive de ladito como quien
no quiere la cosa, mientras mamá está fregando los platos y se voltea, y te
mira rapidito con su mejor cara de pocos amigos, te fulmina y sigue en lo suyo.
Uno se para en seco. Eso es lo que llamamos “La Mirada”. Todos sabemos lo que
significa.
Menos mal que el reggetón y un montón de lolas operadas no serán
lo único que le habremos aportado a esta generosa tierra argentina, que tan
amorosamente nos ha abierto los brazos con trabajo, una vida mejor y la
posibilidad cierta de echarle una mano a los nuestros que viven en Venezuela
entre tantas dificultades. Con suerte le habremos aportado al menos un par de
siglos de un matriarcado hermosamente mestizo, que nos ha hecho ser como somos,
para bien y para mal, repito.
Ojalá ahora que nos hemos hecho emigrantes, sepamos llevar
puesto lo bueno que tenemos, y que lo sembremos donde quiera que nos hayamos
ido a vivir los millones de venezolanos ahora en suelo extranjero. Incluyendo nuestra
sabia chola a tiempo. Límites firmes aunque no tan suaves, como habría
recomendado mi querido Dr. Quiroz, extraordinario psiquiatra de familia, al que
tanto admiro. Límites al fin, que todos hemos aprendido, y ahora parecemos
estar exportando. Eso que su mamá le debió enseñar muy bien al chico venezolano
que vi cómo hizo correr en la calle al abusador que es valiente para golpear a
una mujer, pero no para enfrentar a otro hombre por sus actos. Bien por
nosotros, se los aseguro.
Le doy las gracias a
mi mamá, a mi Yoya, mi abuela paterna, a las monjas buenas del colegio Sagrado
Corazón, a Luisa Elena Valencia del Colegio Nuestra Señora de Pompei, a las
muchas madres de mis amigos y amigas que me hicieron una hija más en sus casas,
a mis tías, amigas, hermana, nuera y cuñadas, todas ellas madres que me han dado su ejemplo del cual
aprender tanto. A todas las buenas mujeres que me ayudaron con su trabajo en la
casa como empleadas domésticas, por las muchas veces que vi la presencia inequívoca de sus cholas, hayan sido estas
reales o virtuales, hayan estado dirigidas hacia mí o hacia alguien más. No
importa. Una chola de madre venezolana tiene un lenguaje inequívoco de
disciplinados límites. Eso enseña. Funciona.
Anoche vi correr a la universal cobardía frente a esa indignada chola materna
venezolana, ahora hecha gritos y groserías masculinos que entienden lo que hay
que hacer, porque alguien se tomó la molestia y el tiempo de enseñárselo
claramente. Me llenó de justo orgullo.
Gracias a Andrés Eloy por haberlo puesto en palabras
certeras, hermosas y tan venezolanas.
Al Dr. Quiroz, que me enseñó para siempre que las cholas no tienen
que pegar para enseñar. (Les recomiendo mirar su Instagram “mfquiroz23” para
reírse de lo lindo de uno mismo)
A ustedes, gracias, por su compañía en esta aventura que pica
y se extiende.
A nuestras mujeres buenas y fuertes, que hacemos buenos
hombres y buenas mujeres, este regalo:
Cuando se tiene un
hijo,
se tiene al hijo de
la casa y al de la calle entera,
se tiene al que cabalga
en el cuadril de la mendiga
y al del coche que
empuja la institutriz inglesa
y al niño gringo
que carga la criolla
y al niño blanco
que carga la negra
y al niño indio que
carga la india
y al niño negro que
carga la tierra.
Cuando se tiene un hijo,
se tienen tantos niños
que la calle se
llena
y la plaza y el
puente
y el mercado y la
iglesia
y es nuestro
cualquier niño cuando cruza la calle
y el coche lo
atropella
y cuando se asoma
al balcón
y cuando se arrima
a la alberca;
y cuando un niño
grita, no sabemos
si lo nuestro es el
grito o es el niño,
y si le sangran y
se queja,
por el momento no
sabríamos
si el ¡ay! es suyo
o si la sangre es nuestra.
Cuando se tiene un
hijo, es nuestro el niño
que acompaña a la
ciega
y las Meninas y la
misma enana
y el Príncipe de
Francia y su Princesa
y el que tiene San
Antonio en los brazos
y el que tiene la
Coromoto en las piernas.
Cuando se tiene un
hijo, toda risa nos cala,
todo llanto nos
crispa, venga de donde venga.
Cuando se tiene un
hijo, se tiene el mundo adentro
y el corazón
afuera.
Y cuando se tienen
dos hijos
se tienen todos los
hijos de la tierra,
los millones de
hijos con que las tierras lloran,
con que las madres
ríen, con que los mundos sueñan,
los que Paul Fort
quería con las manos unidas
para que el mundo
fuera la canción de una rueda,
los que el Hombre
de Estado, que tiene un lindo niño,
quiere con Dios
adentro y las tripas afuera,
los que escaparon
de Herodes para caer en Hiroshima
entreabiertos los
ojos, como los niños de la guerra,
porque basta para
que salga toda la luz de un niño
una rendija china o
una mirada japonesa.
Cuando se tienen
dos hijos
se tiene todo el
miedo del planeta,
todo el miedo a los
hombres luminosos
que quieren
asesinar la luz y arriar las velas
y ensangrentar las
pelotas de goma
y zambullir en
llanto ferrocarriles de cuerda.
Cuando se tienen
dos hijos
se tiene la alegría
y el ¡ay! del mundo en dos cabezas,
toda la angustia y
toda la esperanza,
la luz y el llanto,
a ver cuál es el que nos llega,
si el modo de
llorar del universo
el modo de alumbrar
de las estrellas.
Giraluna (1955)
A todos, como siempre... Gracias…!
Hola Elena, excelentes tus reflexiones, tienes grandes condiciones de escritora. Gracias por tu referencia, ha sido un placer compartir contigo. Gracias por recordarnos al insigne Andrés Eloy Blanco, siempre vigente en nuestras vidas diarias.
ResponderEliminarEstoy pendiente de leer tus inspiradores escritos.
Recibe un abrazo desde Caracas hasta Buenos Aires.
Querido Dr. Quiróz,
EliminarSu comentario no se publicó por un error del blog que acabo de corregir. Me he pasado la mañana entera contestando y publicando comentarios y respuestas.
Muchas gracias por su valioso y gentil comentario.
Gracias por su lectura.
Le envío de vuelta un abrazo desde Buenos Aires hasta Caracas
Hermosisimo!!!! Cada anécdota me lleva en tiempo y forma!!! Besos enormes ❣️
ResponderEliminarMil gracias "desconocido". Besos recibidos. Van otros de regreso hacia ti.
EliminarGracias Elena! Gracias!
ResponderEliminarEste escrito me fascino. Mi padre se puso enseguida a escuchar otros poemas de Andres Eloy! Papa ama tus historias! Y se maravilla de tu virtud al escribir ! Gracias a
ResponderEliminarElena
Ah! Tu papá... tan buenmozo y gentil. Dale un abrazo de mi parte, Angie querida.
EliminarPara ti, el cariño de siempre.
Mil gracias por tu amorosa compañía