Vivo aquí por escogencia. Vivo en un país roto. Sin embargo, no estoy rota. Soy una mujer fuerte y sana por dentro y por fuera, con algunas cositas que arreglar. Considerando, estoy bastante bien. Me he dejado crecer el pelo (no me gusta llamarlo cabello), lo tengo completamente blanco al natural cero tintes ni cortes raros, me lo amarro con una cola que hice con un elástico con el cual hacía unos tapabocas. Vivo en Caracas.
Amo a esta ciudad llamada Caracas,
y también amo sus alrededores. Lo sé cada mañana y cada noche. En las tardes lo
siento menos, pero todo el día siento con mayor o menor intensidad esa cosa que
me aprieta el pecho sólo por estar acá, en Venezuela, y en Caracas.
Me gusta el norte de la
ciudad. Caracas es mi lugar favorito en todo lo que conozco del mundo, en
competencia con la sensación del silencio en los pasillos de la Tate Gallery en
Londres, y el goce de las tiendas de perolitos viejos del mercado de San Telmo,
en Buenos Aires. Amo moverme y mudarme. Amo viajar y montar una casita en cada
mesa de noche a donde llego. Llegar a Caracas tiene mucho de parada definitiva
y lo siento en cada hueso del cuerpo. Lo veo en mi mesa de noche caraqueña.
Ahora no estoy viviendo en
el norte de Caracas, pero le veo desde una privilegiada ubicación desde el
sureste. Miro al norte con permanente sorpresa de lo mucho, muy feliz, que me
hace ver ese cerro tan grande. El Ávila se despliega casi completo desde Catia
hacia Guarenas frente a la parte trasera de esta casa donde ahora vivo. Hace
nueve meses que miro a nuestra montaña con un amor que me llena el alma de
ternura cada cinco minutos. Hace cuatro meses mi panita Jorge Gan me operó las
cataratas de ambos ojos y de pronto volví a ver cuántos tonos de verde había en
cercana la mata de mango de esta casa y el lejano cerro que nos cobija por el
norte en este valle.
Tengo tres semanas cosiendo
estrellitas, sólo siete, alrededor de imágenes frescas de amarillo, azul y
rojo. Me gusta lo subversivo del gesto, de que sean sólo siete porque me da la
gana y porque no acepto que se me diga cómo es la cosa desde el resentimiento y
no de desde la razón. Aunque sobren razones para justificar el resentimiento,
no me importa. La razón siempre debe privar. De lo contrario el diálogo se
vuelve lucha, la lucha, revolución, y la conversación entre las partes
desaparece para darle paso a una gesta genocida de un sector sobre el otro. Te
lo impongo por la fuerza y si no lo aceptas por las buenas, te golpeo e intento
destruirte. Si no puedo destruirte, entonces te aparto y te ignoro.
Así mató Caín a su hermano.
Así te pega la primera vez el padre de tus hijos. Así lo dejas de amar y
respetar en ése preciso lugar y minuto. Así se muere uno un poquito con la
primera mentira que le descubres a alguien a quien le has abierto tu corazón y
el de tus hijos. Porque el miedo y el rencor siempre van de la mano con la
violencia y la mentira, especialmente cuando éstas son agresivas y no defensivas.
O siempre. No lo sé. Tampoco importa demasiado a estas alturas.
Lo que sé con mucha certeza,
es que la vida es mucho más complicada de lo que te cuentan en la infancia,
menos de lo que sin embargo te parece en la adolescencia, y totalmente distinta
a lo que te convences que es la vida adulta cuando pasas los sesenta y cinco, y
sigues vivo para tu mayor alegría y susto.
Mi papá se murió de miedo a
los sesenta y cinco, por eso vivo cada día en el presente, porque comprendí con
su muerte que nada debe darnos más miedo que el miedo mismo, y que el futuro no
existe sino para ahorrar dinero y haber guardado para tener un techo propio y seguro
sobre la cabeza, además de poder pagarte un seguro de salud suficientemente
bueno. Si no tienes estas seguridades a futuro, no te queda otra que mirar
adelante con los pies ligeros, ojos bien abiertos y una super sonrisa en el
corazón, porque lo que viene es joropo sin duda ninguna. Hay que prepararse
para bailar.
Hace unos cuantos años, hice
caso a voces que me aconsejaron lo que creyeron era lo mejor para mí y mis dos
hijas, y vendí todo lo que había logrado asegurarme para la vejez para
regresarme a vivir en el sueño americano, lo cual nada tiene ni tendrá nunca mucho
que ver conmigo. No le hice caso a una vocecita loca que cargo dentro, que me
hablaba sin parar y que entonces me decía que no me no me moviera más, que me
quedara quieta, que me sentara a escribir y a repensar mi trabajo, mi obra visual
y mis escritos. Que cuidara el inmenso regalo que me habían hecho en el último
divorcio al garantizarme el techo y el sustento. Que dijera lo que vine a decir
y lo dejara bien dicho. No. Seguí corriendo y dando vueltas alrededor de mi
cola y fue entonces cuando me caí de bruces. Todavía me curo los raspones de
semejante caída, pero ahora escucho con más respeto a esa vocecita que está también
bastante más cansada y asustada con mis loqueras. Me ha costado convencerla de
que siga conmigo y no me abandone. Que confíe en que estoy siendo mucho más
seria con este proyecto de ser quien soy y salir bien parada de haberlo
averiguado. Estoy ahora en el proceso de aprender a defenderlo.
Vivo en un país roto que no
quiero reparar y del cual no espero casi nada, sino amarle y ser amada por
éste. Es un lugar chiflado, que nunca fue relevante hasta que se volvió
titánicamente indispensable, para luego no tener ni idea de qué hacer con
semejante relevancia.
A la pobre Venezuela le ha
pasado esto dos veces en su historia y las dos veces ha puesto dos gigantescas
tortas: después de la gesta independentista del siglo XIX, y con el boom
petrolero de mediados del siglo XX. Mucho con demasiado para tanta juventud y
belleza. La torta, pues. Vivo en las ruinosas consecuencias de semejante
adolescencia social, mientras veo cómo Venezuela intenta hacerse un adulto
responsable de su propia vida, asume sus errores e intenta corregirlos al
tiempo que se desliza por un barranco de lamentables consecuencias sociales,
culturales y afectivas.
Todo se cae a pedazos a
nuestro alrededor en esta tierra ahora casi sin gracia. Sin embargo, para
nuestra mayor sorpresa y felicidad, aquí sigue vivito y coleando ese nosotros mágico
maravilloso que somos y hemos sido desde el primer día. Nos lo olemos unos a
otros, con alegría y medias sonrisas.
Y así vamos, poco a poco, de
brinco en salto, mientras Tío Tigre y Tío Conejo se ponen de acuerdo para la
próxima aventura juntos en cada uno de nosotros, sus hijos y orgullosos
herederos. Mientras tanto, sigo mirando hacia adelante, agradecida con los
verdes insólitos que descubro a cada rato, por esas guacamayas que cruzan el
cielo frente a nosotras en esta casa, y con los extraordinarios camburcitos
manzanos que se consiguen en la muy extraña frutería que queda cerca de la
bomba en Las Acacias, donde pongo gasolina subsidiada cuando el calendario
oficial dice que me toca por el número de placa de mi carrito.
Unas de cal y otras de arena.
Como un albañil de la madurez, así va uno rellenando las grietas de esta vida
rota que nos tocó vivir. Sabes ahora sonreír desde el corazón, mientras
aprendes a bailar. Eso está buenísimo.
Gracias.
Caracas marzo-abril 20121
Un pais roto, un planeta roto. La moral rota, los valores rotos y sin esperanza de pega loca. Solo podemos seguir surfeando esta ola que se llama vida, con Dios primero. Casi puedo ver El Avila con tu descripcion y las guacamayas libres volando, algo insolito. Gracias por mostrarme a nuestra bella Caracas.
ResponderEliminarHola Angie, querida amiga. Así mismo es: Dios como pega loca, con la familia y los amigos buenos de refugio. Te quiero y recuerdo mucho. Un abrazo
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