Domingo de ir a ver a Samira, nuestra
amiga de San Antonio de los Altos, en su puesto del mercadito callejero de San Telmo. El calor y
el sol se combinan para que andemos con prudencia por el lado sombreado de la
calle. La buscamos entre puestos de artesanos y vendedores de comida. Caminando
por la callecita empedrada hacia el sur hay que cruzar una calle ancha así que
nos acercamos al paso peatonal. En la siguiente esquina, un joven alto,
delgado, con una gorra deportiva, y frente a si una improvisada mesita hecha con
un cajón volteado, y encima dos ollas negras de esas baratas, con tapas de vidrio,
que dice a los pasantes con una voz ronca: “Empanadas venezolanas, empanadas
venezolanas, de carne y pollo, las ricas empanadas venezolanas!”. Una garra me
clava sus uñas en el pecho. Apuro el paso y no le miro. Cabizbaja, sigo
caminando. A las madres venezolanas nos corresponde vengar esto. De una u otra
forma. Porque sí.
Delgada, con una pañoleta de flores
amarrada en su cabeza, bella y alegre como siempre, mi Samira está un poco más
allá, acabando de montar su puesto de jabones artesanales. Ninguna de las dos
se puede soltar de ese abrazo que nos damos. Cuentos van y vienen, Corina y
Samira que son casi de la misma edad, se instalan a conversar. Mi hija menor,
Alejandra conoció a Samira en su primer día de colegio en la Escuela
Comunitaria de San Antonio de los Altos. De pie en la puerta de la escuela en
su vieja sede de “Alita”, a pocas casas de donde vivimos en El Toronjil,
Alejandra llora y no quiere soltarse de mi mano. Su primer día de colegio. Una
niña que ya está dentro del patio de la escuela, se acerca y le dice a Aleja:
“Niñita no tengas miedo, vente conmigo.” Aleja suelta mi mano y toma la de la
niña. Esa niña es Samira Recondo.
Ahora sí, las lágrimas brincan para
afuera con desvergüenza. Corina las ve y, entre risas y sus propias lágrimas, me
dice que le voy a espantar los clientes al puesto de jabones, en cuya parte
trasera nos hemos instalado las tres, apoyadas contra la pared de esa callecita
estrecha, empedrada y de tanta gente caminando para arriba y para abajo, a la
sombra que todavía hay antes que el sol tome toma la calle por completo.
Llegado el mediodía la vuelve un verdadero hervidero de gente y artesanía,
sazonado con el olorcito de choripanes y parrilla de los comedores locales.
Dejo a las muchachas echándose diez años de historias y chismes. Me voy calle abajo, pisando con suma
atención esas piedras planas de la calle, cuya irregularidad no le hace ninguna
gracia a mis tobillos. Otro vendedor de empanadas venezolanas me detiene. Me
acerco y conversamos un poco. Este es su único trabajo en Buenos Aires. En la
semana se instala a las puertas de Migraciones. Tiene una clientela fija de
venezolanos en cola para arreglar sus documentos. Los fines de semana en el
mercadito de San Telmo. Trabaja de seis de la mañana a dos de la tarde
vendiendo. En las tardes cocina sus guisos de carne y pollo, hace las empanadas
y las congela. Se levanta a las cuatro cada mañana, las pone a freír y escurrir
el aceite, las separa por sabor y prepara su caja de anime, que transporta
instalada sobre un par de ruedas. Tiene todo muy bien arreglado. Es de
Valencia, estado Carabobo. Su esposa también trabaja pero no me dice en qué. Me
aclara rápidamente que sus padres están bien en Venezuela, que son gente con
negocios y que se las están arreglando. Que les visitó hace unos meses y que su
madre le hizo prometerle que no regresara, ni de visita hasta que las cosas estén
mejor, Ahora son suyos los ojos aguados.
Regresamos a casa caminando hasta la
estación del Subte. Voy agobiada de calor y emociones entremezcladas. Samira me
ha regalado dos jabones que usaré con alegría y orgullo. Tarde de domingo
reposando. Leo con avidez mi primer Clarín dominical, con el nombre “Graciela”
y su número de teléfono anotados en la primera página. Pero de ella les hablo
la próxima semana. Hasta entonces, un abrazote.
Querida Elena
ResponderEliminarMuy vistoso y colorido el mercado de San Telmo que tu nos relatas. Cuando íbamos por trabajo a tu nueva y bella ciudad no sabíamos que existía este vecindario. La compañía nos metía en el hotel Kempinski que siempre me sonó a nombre de espía y de allí casi no salíamos por razones de trabajo.
Interesante tus encuentros con nuestros compatriotas. La prensa menciona que todos los días están llegando cientos de ellos a Argentina. Nos alegra una vez mas que hayas escogido la ciudad del tango.
En espera de tu próxima aventura recibe un beso .
Los YUras
Voy a ir a visitar es tal hotel Kempinski, que suena tan como tú, completamente improbable y sin embargo existes.
EliminarUn abrazote
Que lindo relato. Las quiero mucho. Dios las bendiga.
ResponderEliminarHola Nathaly, hoy duermes el cansancio allí cerquita detrás de mi cortina en este monoambiente que nos cobija a las cuatro. Bienvenida !!
ResponderEliminarY si... la vida alegremente nos hace encontrarnos una y otra vez. Recuerdo claramente mi infancia reboloteando, jugando y soñando en las distintas casas donde vivieron ¡y mira que fueron varias! ¡ Fui parte de la gitaneria !jajajaja. Sus mascotas eran las mascotas que no tenia en mi casa. Ale, cori y el pobre Armando que lo teniamos obstinado ya que es el mayor , eran también mis hermanos. Vos (mira como se va pegando lo argento jejeje) siempre te tocaba la tarea de convencer a mis padres para que me quedara en casa unos dias más ya que nunca era suficiente para nosotras el tiempo para divertirnos. Tu corazón es tan grande que nos acobijaba a todos y aun queda más espacio ya que los hilos con lo que lo tejes es infinito.
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