viernes, 12 de febrero de 2016

LA AUTOPISTA I-95 COMO INESPERADO LUGAR DE MEDITACIÓN

LA AUTOPISTA I-95 COMO INESPERADO LUGAR DE MEDITACIÓN


Esta primera semana manejando ha sido intensa. Interesante. De regreso de Coral Gables, rumbo al norte por la autopista I-95,  vengo pensando que la decisión de salir de mi país siendo una persona mayor y teniendo allá la vida resuelta y la vejez tranquila bien asegurada, fue el único camino para tener una vida que se pareciera más a lo que quiero para mí a esta edad. En Venezuela estaba furiosa, triste, frustrada y echada de lado. Aquí estoy cansada, ansiosa y muy activa. Prefiero esto último.

Mi tierra dejo de ser un territorio amable para ninguna edad, pero a la edad mía es un lugar muy antipático, al menos para alguien tan inquieta como yo. Si a mi edad cuesta conseguir trabajo en los Estados Unidos, lo cual es cierto, en Venezuela después de pisar los cincuenta te vuelves invisible de un día para otro. En eso ando, pensativa y nostálgica de mi gente, mi tierra, mis costumbres, enero siempre parece ser un mes de hacer balances, cuando se vuelve a encender la alarma de LIFT en el celular.

Alguien llamado Khamal pide el servicio y acepto. Debo salir volando de la I-95 por la salida 8 y eso hago, cambiando de canal. El satélite me va llevando por calles grandes y pequeñas hasta un humilde vecindario de casas sencillas. Un joven negro de unos dos metros de alto, con una cascada de dreadlocks que le caen por la espalda y los hombros, los pantalones mucho más debajo de lo que me gusta, sus bóxers de cuadritos tres cuartas partes afuera, me hace un gesto severo con la cabeza y asiente cuando le pregunto bajando mi vidrio “¿Khamal….?”, con la vana esperanza de que no lo sea. Abre la puerta del copiloto y, por encima del techo del carro, se despide de unos niñitos que han salido detrás de él y los manda a entrar en la casa. Se acomoda como puede en el asiento delantero, otro más a quien le gusta ir adelante, y me dice que vamos a una tienda de licores que está cerca y que él me dirá cómo llegar.

“Bueno”…. – pienso con un poco de temor – “¿qué tiene de malo comprar licor un martes por la tardecita?”. Cruzamos por aquí y por allá y llegamos a la fulana tienda. Me pide que me estacione y lo espere. Mientras lo veo por el espejo retrovisor caminando hacia la tienda, observo cómo se arregla el pantalón que misteriosamente no termina de rodarle por las piernas en un extraño equilibrio sobre sus nalgas, y agarro fuerte entre los dedos la imagen de Mater, la virgen niña de mi colegio primario, la medallita que me puse al cuello antes de salir de mi casa hoy temprano en la tarde. - “Por favor, no permitas que este guaro venga a asaltar la tienda de licores y me termine usando de chofer en su ruta de escape…… te lo ruego….”- , me encontré medio rezando, medio susurrando. En eso andaba cuando Khamal abrió la puerta con su bolsa de papel marrón y se volvió a sentar a mi lado. - “Thanks”-. Me pongo en marcha de regreso a su casa.

Por el camino me pregunta sobre el trabajo en LIFT y UBER, me dice que tiene record criminal y que no lo ha intentado por eso y porque tampoco tiene un carro. Le pregunto en qué otra cosa le gustaría trabajar y me cuenta con súbito entusiasmo que lo de él son los animales. Que quiere terminar un grado técnico en cuidado animal y que cuando tenga trabajo intentará comprarle una casa a su madre. Me dice que su mamá está muy abatida desde hace años por la muerte de su hermano de catorce años. Mientras llegamos a la casa donde lo recogí le voy diciendo que no deje de soñar, que se mantenga pegado a sus sueños pase lo que pase. Antes de salir del carro, el joven se voltea y me mira a la cara por primera vez. Qué hombre joven magníficamente hermoso tengo delante, Dios mío. Con unos enormes ojos negros clavados en los míos tras mis lentes oscuros, extiende la mano derecha, la pone en mi hombro y me dice “Thank you, mama”. Se baja del carro, cierra la puerta y pasa frente al carro. Mientras abre la reja que encierra la humilde vivienda, se voltea y me mira de nuevo, con expresión seria, “Take care, ma´m. Be careful. Drive safe”. Tres buenos consejos que le ponen fin a este viaje. Esta vez han sido $5. No hay propina. Al menos no en efectivo. 

Por hoy he tenido suficiente. Decido venirme para mi casa. Tomo de nuevo la I-95 hacia el norte mientras el tráfico ya comienza a ponerse pesado y el cielo del Sur de Florida a teñirse de ese rosa-amarillo del atardecer. Esta vez con las aplicaciones apagadas, enciendo el radio y cierro mi día de trabajo. 

lunes, 1 de febrero de 2016

DE LO QUE PASÓ EN 2015 – LUISANNA Y DAVE - NUNCA SALIR SIN LOS LENTES DE MANEJAR DE NOCHE- SUERTE DE PRINCIPIANTE.

DE LO QUE PASÓ EN 2015 – LUISANNA Y DAVE - NUNCA SALIR SIN LOS LENTES DE MANEJAR DE NOCHE- SUERTE DE PRINCIPIANTE.

Comenzar un lunes, dice mi mamá, es una buena idea. Le da una sensación de orden, de estructura a cualquier cosa. Llegó el lunes que comenzó la primera semana de enero, la navidad lánguida en el pino y el pesebre, ahora  listos para ser recogidos en cualquier momento y guardados por otros once meses. Mi nueva vida en este país que intento hacer mío desde hace dos años, ha traído consigo toda clase de cambios, el mayor de todos aprender a ganarme la vida acabando de cumplir sesenta años.

Los lunes son una maravilla. Sin embargo no comencé mi nuevo oficio este lunes pasado. Mi hija me dice que me tome el día para descansar. Le hago caso. Me quedo en casa, en pijama, todo el día. Desde noviembre hasta ahora hicimos, vendimos y repartimos poco más de trescientas unidades entre hallacas y bollitos navideños venezolanos, y también algunos pedidos de nuestros típicos ensalada de gallina y dulces de lechosa para las fiestas de diciembre. El nuevo congelador que compré para mi plan de cocinar por pedidos resultó perfecto para la fábrica de hallacas y comidas de navidad. Este lunes pasado estuve sacando cuentas, revisando correos electrónicos, llamando por teléfono a nuevos y viejos amigos para desearles el mejor año posible, dentro y fuera de mi sufrido país, Venezuela.

Mi hija Corina llegó a casa, aquí en Florida, comenzando la segunda semana de diciembre. Un año completo de gitana por el Cono Sur latinoamericano. Buenos Aires y Montevideo le sirvieron de hogar mientras esperaba su cita en el consulado norteamericano en Caracas, para la entrevista donde se decidiría si, finalmente, luego de doce años de espera le concederían la residencia permanente en este país. La cita llegó para finales de noviembre con un montón de diligencias que completar en Caracas. Unos queridos buenos amigos la reciben en su casa, en las afueras de la capital venezolana,  para que se hospede y resuelva todo lo pendiente, previo a la entrevista.

Mientras tanto, hago esta vida nueva en los Estados Unidos. Desde hace casi dos años trabajé con mi hijo Armando y mi nuera suizo-alemana, Fabienne. Fui la nana de mi nieta Camilla, les hice la comida diaria y atendí la ropa de los tres. De lunes a viernes, primero de nueve a cinco, y desde que mi cansancio y el agobio de la rutina ya no lo permitió, a medio tiempo de dos a seis de la tarde. Ese recorte en el ingreso fijo me puso a cocinar, aunque en realidad la verdad se parece más a lo contrario. Unas fuertes ansias de crear me fueron metiendo en la cocina, ya que mi otra pasión, el tallercito de arte textil que cargo a cuestas desde hace más de veinte años, no es lo suficientemente rentable como para dedicarle demasiado tiempo en ésta, mi nueva vida que exige mayores niveles de permanente productividad y rentabilidad. Producir para mantenerme. Toda una novedad.

La cocina ha sido una verdadera salvación. En todo sentido, y cuando llegó octubre llegaron también los obligados platos navideños para los clientes venezolanos que habían ido aumentando lentamente, con el trajín que significa la preparación de estas elaboradas comidas. En esas estábamos cuando a Corina le aprobaron su residencia norteamericana, allá en Caracas, y unas semanas más tarde se incorporó a la fábrica de hallacas en mi cocina. No paramos hasta este lunes pasado, cuando debía haber comenzado, y no fue así, mi nueva aventura de trabajo en este país. Manejaré UBER y LIFT.
No fue hasta el martes que comencé. Intenté hacerlo temprano por la mañana pero no tuve valor. Después del mediodía fui a mi carro, un Corolla rojo del 2010, en el estacionamiento del condominio de personas mayores donde vivo aquí en Hollywood, Florida. Cerca de los dos de la tarde arranqué el carrito y esta aventurada empresa. Me dirigí por Hollywood Boulevard hacia el downtown para esperar allí a que me llamara un primer cliente. Encendí la aplicación en el celular. No llegué ni a la biblioteca. De pronto en el teléfono se encendió la pantallita y el nombre de “Luisanna”, apareció abajo a la derecha, pidiendo ser recogida en una dirección que parecia ser la mía propia, allá en Washington Street cerca de la avenida 56, donde vivo. Suena el teléfono con un número que no reconozco y la voz amable de una muchacha se presenta como Luisanna. Me explica que ella es la suscriptora del servicio pero que iré a recoger a su amigo que no lo es, y que éste va al aeropuerto a recoger a una persona. En su acento y modales reconozco a una educada joven venezolana. Me conmueve la coincidencia y acepto sin saber bien lo que hago, doy la vuelta en U y me dirijo de regreso hacia las cercanías  de mi casa donde, aparentemente, el GPS me está indicando que debo ir. En efecto, en el edificio de al lado junto al complejo residencial en el cual vivo, me está esperando un joven flaquito, con una gorra deportiva. Me hace señas y saluda desde el estacionamiento. Acabo de encontrarme con mi primer cliente de LIFT, el novedoso servicio de taxi que junto a UBER tienen enfurecidos a los taxistas del mundo entero. Mi nuevo trabajo.

Mi primer pasajero no habla una palabra en inglés y está visiblemente aliviado de que yo también sea venezolana. Es un joven médico recién graduado en la Universidad del Zulia, con un diplomado en Inmunología, buscando horizontes más promisorios lejos de su casa, trabajando para UNICEF, buscando la manera de ser aceptado para hacer estudios de postgrado en Oncología alguna buena universidad de Miami. Otro muchacho más. Otro muchacho menos. Exportando talento nos quedaremos aún más solos allá en mi tierra, nosotros los que no creímos nunca en las promesas de cambio que supuestamente traía consigo el mal llamado Socialismo de Siglo XXI.
El joven me pregunta si se puede sentar adelante y dice que vamos al aeropuerto de Miami, pero la pantalla del teléfono me indica que el viaje es hacia el de Fort Lauderdale. Ante su insistencia, me dirijo hacia la autopista I-95 rumbo al sur, hacia Miami, con este joven sentado a mi lado. Llegando al aeropuerto, media hora más tarde, nos avisa su amiga que está en el aeropuerto de “Fort”. Ella tampoco habla inglés y además tiene la merecida reputación de ser una despistada crónica. Mi pasajero se ha mantenido en contacto con ella y también con su amiga, la usuaria de LIFT que me ha contratado. El joven médico teclea sin parar en su celular, nervioso y riéndose con esa gracia maracucha que sólo le conozco a nuestros muchachos buenos. La gracia habría de costarles más de ochenta dólares, y no han parado de echarse broma y de burlarse unos de otros, riéndose del despiste de la recién llegada y de la buena suerte de los tres de que les haya tocado esta señora venezolana para acompañarlos en semejante aventura. Eso dijeron. Mi primera propina habría de dejarme con la boca abierta.

Salgo del aeropuerto rumbo a mi casa. Suficiente para ser el primer día, pienso, pero dando la vuelta en la rampa hacia la autopista, entra la solicitud de otro pasajero y la acepto. Me llama Dave desde una zona cercana que no conozco. Ya son casi las cinco de la tarde. Me enfilo a buscar a este nuevo pasajero. Me siento casi una experta. Este señor mayor se monta y tira la puerta. Duro. Pego un brinco y él se ríe mientras busco en el teléfono la manera de avisarle al sistema que ya he recogido a mi siguiente pasajero, y me pregunta: -“New in LIFT?”. Así seré de obvia. Le contesto lo más normalita que puedo; “Sort of, yes”. Me indica que haremos varias diligencias en los alrededores, que me irá diciendo dónde cruzar, pero que siga derecho si no me dice que haga nada. Viva la neurosis. Se está terminando la tarde. Vamos primero a un embarcadero con enormes yates fuera del agua. Me dice que es ingeniero satelital, que instala y mantiene unidades de GPS para estos barcos y que en esta marina debe hacer un par de cosas. Se baja del carro frente a un galpón y desaparece en su interior. Regresa al carro y me dice desde la ventana del copiloto que tomará una bicicleta de enorme ruedas gordas que está parada allí mismo, junto al galpón, y que irá al voltear la esquina a recoger una correspondencia. Desde mi espejo retrovisor, que ahora se ha vuelto mi nueva garita de vigilancia, lo veo desaparecer y reaparecer luego de un rato por la siguiente esquina, Sigue atardeciendo lentamente y mis lentes de sol se me hacen ya un poco oscuros para la hora, pero no tengo otros. De pronto me doy cuenta que he dejado en casa los lentes de prescripción para manejar de noche. Buena ésa, Elena. ¿Y ahora? Nada, pa´lante. Ya veremos cómo nos las arreglamos sin ellos. Literalmente, porque sin mis lentes no veo nada. Dave regresa dando la vuelta por la esquina del galpón, montado en la extraña bicicleta. Ya en el carro me indica que pararemos en una pequeña tienda de abastos. Mientras vamos en camino me dice que no ha logrado descubrir de dónde es mi acento. Le digo riendo que soy venezolana, y Dave insiste en que tengo tipo europeo. Creo que mis risas le deben haber parecido un franco coqueteo a Dave. Me comienza a decir que buenmozos son los latinos. No puedo estar más de acuerdo. Rápidamente me dice que es gay y que le gustan los hombres. Aclarado el punto, al terminar su compra en el mercadito, nos enfilamos hacia un bar con un nombre que algo tiene que ver con un pirata, Dave se despide, da las gracias, vuelve a tirar la puerta y desaparece en el pasillo de la entrada del bar. 

Ha oscurecido casi del todo. No puedo quitarme mis lentes de sol con prescripción porque no vería nada. Pongo las luces altas, apago en el celular las aplicaciones de mis nuevos empleadores virtuales y me enfilo hacia la autopista. La pantalla me indica que hoy en apenas cuatro horas, con dos pasajeros, he hecho más de cien dólares. Descubriré muy pronto que eso no es más que la suerte de los principiantes. 

De regreso a casa le cuento a mi hija esta peripecia de día inaugural. Corina insiste en que hay que registrar estas experiencias. Tiene toda la razón. Así nace el blog que reúne dos de mis varias pasiones: cocinar y escribir. Cocino de todo, porque la cocina me permite crear y recrear. Exactamente por las mismas razones escribo y escribo acerca de cualquier cosa. De todo.


Confieso que cuando no estoy comiéndome las uñas con esta novedad de ganarme la vida, pagar las cuentas, aprender a no endeudarme o aprender a vivir de modo más modesto, me sobreviene la fuerte sensación de estar viviendo una de las etapas más interesantes de la vida. Entonces la angustia se va pasando poquito a poco y me sonrío conmigo misma. Sólo así mi terco cerebro entiende que todo está bien. Que estamos donde debemos estar. Que la vida es una belleza. A pesar de los pesares. Y que la cosa no se termina -literalmente- hasta que se termina. Mientras tanto cocino, escribo, manejo y aprendo. 

Gracias, muchas gracias. Dar gracias como parte de la rutina de cada día.