DE LO QUE PASÓ EN 2015 – LUISANNA Y DAVE -
NUNCA SALIR SIN LOS LENTES DE MANEJAR DE
NOCHE- SUERTE DE PRINCIPIANTE.
Comenzar un
lunes, dice mi mamá, es una buena idea. Le da una sensación de orden, de
estructura a cualquier cosa. Llegó el lunes que comenzó la primera semana de
enero, la navidad lánguida en el pino y el pesebre, ahora listos para ser recogidos en cualquier
momento y guardados por otros once meses. Mi nueva vida en este país que
intento hacer mío desde hace dos años, ha traído consigo toda clase de cambios,
el mayor de todos aprender a ganarme la vida acabando de cumplir sesenta años.
Los lunes
son una maravilla. Sin embargo no comencé mi nuevo oficio este lunes pasado. Mi
hija me dice que me tome el día para descansar. Le hago caso. Me quedo en casa,
en pijama, todo el día. Desde noviembre hasta ahora hicimos, vendimos y
repartimos poco más de trescientas unidades entre hallacas y bollitos navideños
venezolanos, y también algunos pedidos de nuestros típicos ensalada de gallina
y dulces de lechosa para las fiestas de diciembre. El nuevo congelador que
compré para mi plan de cocinar por pedidos resultó perfecto para la fábrica de
hallacas y comidas de navidad. Este lunes pasado estuve sacando cuentas,
revisando correos electrónicos, llamando por teléfono a nuevos y viejos amigos
para desearles el mejor año posible, dentro y fuera de mi sufrido país,
Venezuela.
Mi hija
Corina llegó a casa, aquí en Florida, comenzando la segunda semana de
diciembre. Un año completo de gitana por el Cono Sur latinoamericano. Buenos
Aires y Montevideo le sirvieron de hogar mientras esperaba su cita en el
consulado norteamericano en Caracas, para la entrevista donde se decidiría si,
finalmente, luego de doce años de espera le concederían la residencia
permanente en este país. La cita llegó para finales de noviembre con un montón
de diligencias que completar en Caracas. Unos queridos buenos amigos la reciben
en su casa, en las afueras de la capital venezolana, para que se hospede y resuelva todo lo
pendiente, previo a la entrevista.
Mientras
tanto, hago esta vida nueva en los Estados Unidos. Desde hace casi dos años
trabajé con mi hijo Armando y mi nuera suizo-alemana, Fabienne. Fui la nana de
mi nieta Camilla, les hice la comida diaria y atendí la ropa de los tres. De
lunes a viernes, primero de nueve a cinco, y desde que mi cansancio y el agobio
de la rutina ya no lo permitió, a medio tiempo de dos a seis de la tarde. Ese
recorte en el ingreso fijo me puso a cocinar, aunque en realidad la verdad se
parece más a lo contrario. Unas fuertes ansias de crear me fueron metiendo en
la cocina, ya que mi otra pasión, el tallercito de arte textil que cargo a
cuestas desde hace más de veinte años, no es lo suficientemente rentable como
para dedicarle demasiado tiempo en ésta, mi nueva vida que exige mayores
niveles de permanente productividad y rentabilidad. Producir para mantenerme. Toda
una novedad.
La cocina
ha sido una verdadera salvación. En todo sentido, y cuando llegó octubre
llegaron también los obligados platos navideños para los clientes venezolanos
que habían ido aumentando lentamente, con el trajín que significa la
preparación de estas elaboradas comidas. En esas estábamos cuando a Corina le
aprobaron su residencia norteamericana, allá en Caracas, y unas semanas más
tarde se incorporó a la fábrica de hallacas en mi cocina. No paramos hasta este
lunes pasado, cuando debía haber comenzado, y no fue así, mi nueva aventura de
trabajo en este país. Manejaré UBER y LIFT.
No fue
hasta el martes que comencé. Intenté hacerlo temprano por la mañana pero no
tuve valor. Después del mediodía fui a mi carro, un Corolla rojo del 2010, en
el estacionamiento del condominio de personas mayores donde vivo aquí en
Hollywood, Florida. Cerca de los dos de la tarde arranqué el carrito y esta aventurada
empresa. Me dirigí por Hollywood Boulevard hacia el downtown para esperar allí
a que me llamara un primer cliente. Encendí la aplicación en el celular. No
llegué ni a la biblioteca. De pronto en el teléfono se encendió la pantallita y
el nombre de “Luisanna”, apareció abajo a la derecha, pidiendo ser recogida en
una dirección que parecia ser la mía propia, allá en Washington Street cerca de
la avenida 56, donde vivo. Suena el teléfono con un número que no reconozco y
la voz amable de una muchacha se presenta como Luisanna. Me explica que ella es
la suscriptora del servicio pero que iré a recoger a su amigo que no lo es, y
que éste va al aeropuerto a recoger a una persona. En su acento y modales
reconozco a una educada joven venezolana. Me conmueve la coincidencia y acepto
sin saber bien lo que hago, doy la vuelta en U y me dirijo de regreso hacia las
cercanías de mi casa donde, aparentemente,
el GPS me está indicando que debo ir. En efecto, en el edificio de al lado
junto al complejo residencial en el cual vivo, me está esperando un joven
flaquito, con una gorra deportiva. Me hace señas y saluda desde el
estacionamiento. Acabo de encontrarme con mi primer cliente de LIFT, el
novedoso servicio de taxi que junto a UBER tienen enfurecidos a los taxistas
del mundo entero. Mi nuevo trabajo.
Mi primer
pasajero no habla una palabra en inglés y está visiblemente aliviado de que yo también
sea venezolana. Es un joven médico recién graduado en la Universidad del Zulia,
con un diplomado en Inmunología, buscando horizontes más promisorios lejos de
su casa, trabajando para UNICEF, buscando la manera de ser aceptado para hacer
estudios de postgrado en Oncología alguna buena universidad de Miami. Otro muchacho
más. Otro muchacho menos. Exportando talento nos quedaremos aún más solos allá
en mi tierra, nosotros los que no creímos nunca en las promesas de cambio que
supuestamente traía consigo el mal llamado Socialismo de Siglo XXI.
El joven me
pregunta si se puede sentar adelante y dice que vamos al aeropuerto de Miami,
pero la pantalla del teléfono me indica que el viaje es hacia el de Fort
Lauderdale. Ante su insistencia, me dirijo hacia la autopista I-95 rumbo al
sur, hacia Miami, con este joven sentado a mi lado. Llegando al aeropuerto,
media hora más tarde, nos avisa su amiga que está en el aeropuerto de “Fort”.
Ella tampoco habla inglés y además tiene la merecida reputación de ser una
despistada crónica. Mi pasajero se ha mantenido en contacto con ella y también
con su amiga, la usuaria de LIFT que me ha contratado. El joven médico teclea
sin parar en su celular, nervioso y riéndose con esa gracia maracucha que sólo
le conozco a nuestros muchachos buenos. La gracia habría de costarles más de
ochenta dólares, y no han parado de echarse broma y de burlarse unos de otros,
riéndose del despiste de la recién llegada y de la buena suerte de los tres de
que les haya tocado esta señora venezolana para acompañarlos en semejante
aventura. Eso dijeron. Mi primera propina habría de dejarme con la boca
abierta.
Salgo del
aeropuerto rumbo a mi casa. Suficiente para ser el primer día, pienso, pero
dando la vuelta en la rampa hacia la autopista, entra la solicitud de otro
pasajero y la acepto. Me llama Dave desde una zona cercana que no conozco. Ya
son casi las cinco de la tarde. Me enfilo a buscar a este nuevo pasajero. Me
siento casi una experta. Este señor mayor se monta y tira la puerta. Duro. Pego
un brinco y él se ríe mientras busco en el teléfono la manera de avisarle al
sistema que ya he recogido a mi siguiente pasajero, y me pregunta: -“New in
LIFT?”. Así seré de obvia. Le contesto lo más normalita que puedo; “Sort of,
yes”. Me indica que haremos varias diligencias en los alrededores, que me irá
diciendo dónde cruzar, pero que siga derecho si no me dice que haga nada. Viva
la neurosis. Se está terminando la tarde. Vamos primero a un embarcadero con
enormes yates fuera del agua. Me dice que es ingeniero satelital, que instala y
mantiene unidades de GPS para estos barcos y que en esta marina debe hacer un
par de cosas. Se baja del carro frente a un galpón y desaparece en su interior.
Regresa al carro y me dice desde la ventana del copiloto que tomará una
bicicleta de enorme ruedas gordas que está parada allí mismo, junto al galpón,
y que irá al voltear la esquina a recoger una correspondencia. Desde mi espejo retrovisor,
que ahora se ha vuelto mi nueva garita de vigilancia, lo veo desaparecer y
reaparecer luego de un rato por la siguiente esquina, Sigue atardeciendo
lentamente y mis lentes de sol se me hacen ya un poco oscuros para la hora,
pero no tengo otros. De pronto me doy cuenta que he dejado en casa los lentes
de prescripción para manejar de noche. Buena ésa, Elena. ¿Y ahora? Nada,
pa´lante. Ya veremos cómo nos las arreglamos sin ellos. Literalmente, porque sin
mis lentes no veo nada. Dave regresa dando la vuelta por la esquina del galpón,
montado en la extraña bicicleta. Ya en el carro me indica que pararemos en una
pequeña tienda de abastos. Mientras vamos en camino me dice que no ha logrado
descubrir de dónde es mi acento. Le digo riendo que soy venezolana, y Dave
insiste en que tengo tipo europeo. Creo que mis risas le deben haber parecido
un franco coqueteo a Dave. Me comienza a decir que buenmozos son los latinos.
No puedo estar más de acuerdo. Rápidamente me dice que es gay y que le gustan
los hombres. Aclarado el punto, al terminar su compra en el mercadito, nos
enfilamos hacia un bar con un nombre que algo tiene que ver con un pirata, Dave
se despide, da las gracias, vuelve a tirar la puerta y desaparece en el pasillo
de la entrada del bar.
Ha oscurecido casi del todo. No puedo quitarme mis
lentes de sol con prescripción porque no vería nada. Pongo las luces altas,
apago en el celular las aplicaciones de mis nuevos empleadores virtuales y me
enfilo hacia la autopista. La pantalla me indica que hoy en apenas cuatro
horas, con dos pasajeros, he hecho más de cien dólares. Descubriré muy pronto
que eso no es más que la suerte de los principiantes.
De regreso a casa le
cuento a mi hija esta peripecia de día inaugural. Corina insiste en que hay que
registrar estas experiencias. Tiene toda la razón. Así nace el blog que reúne dos
de mis varias pasiones: cocinar y escribir. Cocino de todo, porque la cocina me
permite crear y recrear. Exactamente por las mismas razones escribo y escribo
acerca de cualquier cosa. De todo.
Confieso que cuando no
estoy comiéndome las uñas con esta novedad de ganarme la vida, pagar las
cuentas, aprender a no endeudarme o aprender a vivir de modo más modesto, me
sobreviene la fuerte sensación de estar viviendo una de las etapas más
interesantes de la vida. Entonces la angustia se va pasando poquito a poco y me
sonrío conmigo misma. Sólo así mi terco cerebro entiende que todo está bien. Que estamos donde debemos
estar. Que la vida es una belleza. A pesar de los pesares. Y que la cosa no se termina -literalmente- hasta que se termina. Mientras tanto cocino, escribo, manejo y aprendo.
Gracias, muchas gracias. Dar gracias como parte de la rutina de cada día.