sábado, 31 de marzo de 2018

FABULA DEL CONSULADO Y LA PRORROGA

Me levanté muy de madrugada para ir al consulado venezolano en Buenos Aires. Desde San Telmo te vas en Subte hasta la estación de trenes de Retiro, y de allí se va uno en el tren hasta la zona donde está el consulado. El consulado venezolano.  Mi consulado en tierra extranjera. Un edificio pequeño, de ventanales grandes que exhiben con impudicia unas enormes calcomanías de la cara del nuevo Simon Bolivar. Un rostro seco. Ajeno. Feo.
Al entrar, después de apenas mirar alrededor, sabes que te has vuelto doblemente extranjera. Extranjera en Argentina. Extranjera también en este consulado. Uno lo sabe. Lo saben esos funcionarios que te atienden. Algunos son amables, otros no tanto, afortunadamente los menos estos últimos. Igual, dos países en uno que se miran de reojo y desconfianza en una calle cualquiera de Buenos Aires. 
En la sala de espera hay dos filas de sillas plásticas rojas alineadas con la pared y el ventanal a la calle. A un lado, sobre una mesa bonita, el retrato enmarcado de un venezolano recién fallecido, José Antonio Abreu. Abierto sobre la mesa, un enorme cuaderno empastado, con un bolígrafo sobre sus hojas a medio escribir con diferentes letras y dedicatorias. Me pongo a leer sus paginas. Un florero de vidrio con agua limpia, y dentro una planta sencilla que parece recién cortada porque no se le ven raíces, luce bien junto al arreglo. Estoy de pie junto a un busto de Simón Bolívar, el cual por cierto se parece mucho más a los retratos que se conocen del Libertador, flanquea la mesita del homenaje póstumo al musico creador del sistema de orquestas infantiles y juveniles venezolano, el cual algún día remoto también fuera ministro de Cultura. “Eso es para escribirle a la familia del maestro Abreu, en homenaje por su muerte”, me dice con gentileza el funcionario que atiende la recepción consular. Le agradezco con la mirada y mi mejor sonrisa, pero no agarro el bolígrafo mas que para quitarlo y poder ir leyendo las paginas anteriores. Hay escritos en castellano, árabe, chino y ruso, en letras de molde y cursivas. Todos firman con orgullo sus palabras. Me pregunto lo que dirán los familiares de Abreu cuando lean lo que acabo de leer, escrito en este cuaderno grande con inmensa admiración hacia el camarada y luchador revolucionario, que es cómo en esta casa diplomática venezolana se le considera con orgullo a José Antonio Abreu.  Me dan mi turno y subo en el ascensor a resolver a lo que vine.
Estoy en el consulado para registrarme porque ahora vivo en Buenos Aires, y porque con cédula de identidad y pasaportes vencidos estoy indocumentada. Vengo por un documento vigente que pruebe mi ciudadanía venezolana. Eso me encanta y vengo entusiasmada. Sin embargo, está también este asunto de la prórroga que surgió la vez pasada que estuve en este lugar. Me explico.
La semana pasada vine a solicitar el registro y la constancia que hoy vengo a recoger. La funcionaria que me atiende en el piso tres parece muy entendida, así que, una vez terminada la diligencia a la que vine, y con una infinita ingenuidad que parece no querer abandonarme en esta vida, me aventuro a preguntarle si será muy difícil renovar mi pasaporte desde Argentina.
La señora me mira con un sorpresivo desprecio del otro lado del grueso vidrio que nos separa. “En la vida no hay nada difícil, señora”, me lanza desde su escritorio. Con actitud de santa paciencia, la funcionaria toma unos papelitos recortados que tiene por ahí, se levanta y me va mostrando con la punta de su bolígrafo lo que dice en la pequeña hoja de papel que no mide mas de cinco por tres centímetros. “Se mete en esta pagina web y entra a lo de los pasaportes”, me indica. Luego voltea el papelito en cuestión que esta en blanco por detrás, se pega al vidrio mientras con suma delicadeza comienza a delinear lenta y cuidadosamente una gran letra P mayúscula, cosa que sigo atónita con la vista porque para mi sorpresa el gesto de la escritura que veo parece un poco la letra de alguien que aprende a escribir, así, lenta y cuidadosamente. De este lado, sigo atentamente, también pegada al mismo vidrio, el asunto que comienza a escribir la funcionaria consular. Entonces sucede. La funcionaria termina una letra P mayúscula un poco grande y se detiene en seco. Duda. Pero su duda se vuelve rabia en fracciones de segundo y me doy cuenta. Le quito la vista al papelito y la miro. La señora suelta un mínimo gruñido de frustración que se acompaña de un casi imperceptible gesto con la mano. La funcionaria no sabe como escribir Prórroga. La duda la pone en evidencia de su lado del vidrio. De este lado una compasión inevitable me llena el pecho. Ninguna de las dos se mueve. Ella garrapatea un par de erres primero, luego vuelve sobre sí misma y les escribe encima una o. El daño queda hecho. No hay vuelta atrás. Termina de escribir “Prorroga de Pasaporte”, sin el acento, con las mayúsculas y su mejor letra cursiva con las letras unas encima de las otras corrigiéndose. Me da el papelito sin mirarme. Me completa la información verbalmente. No nos miramos más. Intento agradecerle de verdad y salvar la distancia aunque sea por algún instante. No pude. Ella tampoco.
Hoy estoy de regreso frente a la misma ventana. La funcionaria me reconoce. Estoy segura. A nuestra edad estos episodios queman la memoria. Lo sé. La saludo y no me lo devuelve. En lugar de ello me extiende un enorme cuaderno mientras me dice “Llene esto”, con una voz demasiado cansada para ser tan temprano. Soy la primera en entrar a la oficina esta mañana. En fin, sigo las instrucciones y lleno los datos que pide esto que tengo enfrente. Nombre. Cédula de identidad. Teléfono. Dirección en Argentina y en Venezuela. Correo electrónico. Tipo de gestión que vine a hacer. Firma. La funcionaria regresa. “Siéntese allí”. Me señala unas sillas rojas de plástico con la vista. Así no más. Una orden tras otra. Sin mirarme.
Siento una enorme tristeza porque esta distancia pareciera que no se acortará nunca. Esas poquitas letras mal escritas con una buena intención que se escondió tan pronto salió a la luz, nos señalan todo eso que nos ha separado siempre. Que desgracia. Sólo que ahora esta funcionaria siente que tiene el sartén por el mango no sólo por el cargo que tiene, sino mucho más importante aún, por la razón por la cual lo tiene. Esa razón es la que no nos permite encontrarnos, aunque ambas nos hayamos buscado en vano frente al papelito en blanco. Vergüenza y compasión que se vuelven rabia. En ambas. Lo sabemos. Cada una con sus razones respectivas. La fábula de esta tragedia venezolana. Termino mi trámite y me voy de camino a la estación.
De vuelta en el mismo tren, viendo pasar casas y edificios, otros trenes, puentes y automóviles, mirando los rasgos urbanos de esta ciudad donde la historia se junta con el presente en casi cada cosa que veo. Pienso en la tierra donde nací, la infancia en Maripérez, en mis abuelos y en los días de primaria en el Colegio Sagrado Corazón, primero en aquella casona del Country Club y luego en Altamira. La Madre Suárez con sus muchas clases, la de bordar mi favorita. La Hermanita Pérez, que me muestra cómo pasar un buen coleto y agarrar un ruedo invisible, en las horas interminables mientras espero que me vengan a recoger en las tardes luego de clases. El bachillerato entre Nuestra Madonna de Pompei en la Alta Florida y el Cristo Rey en Altamira. Luego la Católica y la Central. Las amigas, los amigos. Navidades, fiestas de cumpleaños. Parrillas y noches de estudio. Los novios, unos mejorcitos que otros. La boda de blanco en la casona colonial del Club Caraballeda, y mucho más luego la boda de beige en mi nueva casa en Club de Campo, ambas feliz e ilusionada. Mis tres hijos. El trabajo en la Galería de Arte Nacional y el Museo de Ciencias. La carretera Panamericana. De nuevo, mis hijos. Siempre mis hijos. Ahora también los nietos. Donde quiera que estemos. Qué locura como vi desaparecer todo eso que una vez fue mi entorno.
Hace mucho que comencé a hablar de esto que se me desdibujaba alrededor. Mientras se evapora frente a mis ojos esa Venezuela conocida, lo escribo semanalmente, cada jueves. Primero en El Diario de Caracas y luego en Tal Cual, como columnista fija. Una crónica de lo que entonces aún parecía evitable. Nada. No paso nunca nada. Hasta que me canse y también dije “Nos vamos”. Nos unimos a la diáspora casi mientras se inicia ese ano 2000. De eso hace tanto tiempo y todavía no llego a casa. Al nuevo hogar del emigrante. De un lugar a otro buscando eso que se nos extravió entre tanto dinero del petróleo y la borrachera orgiástica que trajo consigo. Todos nos volvimos un poco locos. Lo digo y lo mantengo. Demasiadas equivocaciones en demasiado corto tiempo. La mirada puesta donde no iba en demasiados lugares equivocados. Muchas voces que lo avisaban que no fueron suficientes. Demasiados intereses sin escrúpulos. Los dejamos hacer porque estaba muy barato vivir así. Nos volvimos poco serios. Superficiales. Sifrinos. Bandidos. Indiferentes. El “guiso” se hizo nuestro deporte nacional. A todo nivel. Equivocamos las prioridades. Fracturamos nuestra convivencia social y familiar. El amor por lo nuestro saltó por la ventana y nuestro futuro tras él. No nos dimos cuenta. Aparecieron entonces los salvadores de la Venezuela extraviada y olvidada. Muchos les creyeron porque no tenían ya más nada que perder. Otros, porque al creer se les compensaban tantas carencias y ausencias, la más grande de todas la indiferencia oficial y humana.  Veníamos de ser una caricatura de quienes habíamos sido. Ahora, esto que nos hemos vuelto sólo habla de cuánto peor puede ser el remedio que la misma enfermedad.
Nuestras prioridades nos delatan. Concursos de Miss Universo que hay que ganar por ese orgullo nacional de que “es que somos las mas bellas”. Los indicadores de la ausencia de reflexión sobre quienes somos y cómo lo somos, aparece en casi todos lados. Desde lo más sublime a lo más profano. Aparecen un buen día en un fulano ballet de Venevisión los encajes imposibles de las faldas llaneras con inspiración cubana de Joaquin Riviera, devenido en cultor del Llano venezolano a través de la criolla Yolanda Moreno. Nadie dice nada mientras nos visten de algo que nunca fuimos y aplaudimos un baile venezolano que ni tan siquiera es llanero. De pronto todos los senos de las venezolanas son exactamente iguales. Tampoco nadie dice nada. Pechos que se desbordan abultados sobre los escotes de mujeres viejas y jovencitas en nuestros cerros, en las urbanizaciones y las oficinas por igual.  Tampoco entonces nadie dice nada. La sonrisita socarrona del país entero calla y otorga que también somos eso, pues. Los bancos privados nos ofrecen impúdicamente en su publicidad prestamos para las cirugías plásticas que el país no necesita en absoluto, en lugar de facilitar ese mismo dinero a tanto pequeño empresario que esta luchando para valerse por si mismo. Nadie se queja demasiado por semejante exabrupto. Venezuela entera habla con una proverbial vulgaridad y grosería. Tampoco pasa nada. Seguimos sonriendo mientras las voces que avisan de los signos de peligro apenas se escuchan en la algarabía del corneteo porque Brasil ganó un juego de fútbol. De esto, a Dios gracias, nos salvó la Vinotionto. Lamentablemente, sin embargo, ni siquiera el esfuerzo de estos muchachos fue suficiente para medio devolvernos alguito de dignidad y amor propio.  
Lentamente nos deslizamos por un barranco de la más profunda indiferencia y banalidad. Entonces comienza el malestar por los abusos. Abusos que se suceden en oleadas de una violencia represiva del último que llegó para imponer orden y dar respuesta a quienes nunca tuvieron una verdadera voz. Una autoridad nueva que le cae a mandarriazos a lo que había y empeora lo que ya era bien malo. Venezuela se retuerce dividida en buenos y malos.
Desde hace ya demasiado tiempo nuestros muchachos, y también muchos otros no tan muchachos, se han dejado torturar en celdas policiales y militares, o matar en nuestras calles, en espasmódicas y masivas oleadas de enfurecidas protestas por cambiar las cosas. Sigue sin pasar mayor cosa. Nos sabemos mucho mejores que esta porquería que nos ha definido desde hace tanto tiempo. Se me llenan los ojos de lágrimas porque me da mucha rabia esta sensación de ser totalmente desechables, frente a un Estado tradicionalmente indiferente, desorganizado, improvisado, mediocre, multimillonario, todopoderoso, y por encima de todo, absolutamente corrupto y corruptor. Corruptor de todos y de todo.
Esto pienso mientras ya mi tren llega de vuelta a la estación de Retiro. Me bajo y camino por un andén lleno de gente apurada. Les sigo el paso. A mitad de camino las piernas comienzan a pesarme y de pronto me cae este cansancio viejo que conozco bien y al que le temo tanto. Estoy harta de caminar apurada, de correr. Huyo de esta horrible Venezuela que no me gusta, que no me quiere, que no parece querer a nadie tampoco. Busco un lugar donde sentirme en casa. Hoy me he dado cuenta, así, de repente, que eso no va a suceder. Me quedo parada en el andén número cuatro de la estación Retiro, en Buenos Aires. Así detenida me pasan los demás pasajeros por ambos lados hacia la salida. Venezuela es ahora esto que llevo puesto por dentro. Ni más ni menos.
La rabia se me hace un nudo en el pecho y se transforma en una inmensa ternura. Lloro por todo, que cosa tan seria. La gente que pasa me mira un poco y alguien me pregunta si estoy bien. Debo ser una imagen bien rara, allí de pie, todavía no son ni las diez de la mañana y yo llorando en silencio con mi kleenex en la mano. Siento una pequeña sonrisa y la dejo salir. Lloro otro poco, me sueno la nariz, me limpio la cara y busco donde botar esta toallita de papel hecha una bola. Sigo camino al Subte para tomar el metro de vuelta a mi casa de hoy, en San Telmo. Lo que toca hacer ahora parece ser muy obvio: estar donde se está bien y hacer bien lo que sea que hayamos elegido hacer. Ayudarse a si mismo en primer lugar a ser mejores. Organizar las prioridades, la mía, ahora mismo, esa costura pendiente para entregar la otra semana. Tener ya algunos clientes se me hace un tremendo logro. Me siento mejor.
Los venezolanos somos una belleza de gente. Pero aún no somos mejores que esta gran torta que hemos puesto. Una torta que hemos puesto entre todos, sin excepción.
Mi amigo Alvaro González Amaré, mi pana de casi cincuenta décadas de cariño mutuo e irreductible, dijo una verdad enorme por el teléfono desde su casa en Barquisimeto hace un par de días: saldremos de esto cuando seamos mejores que esto.
Pareciera que ya no queda otro remedio que ser mejores. Que hacernos mejores. Con profunda fe. Con amor. Cada quien en lo suyo. Cada quien desde su esquina con la vida que hace. Desde donde quiera que estemos. Intentando escuchar y entender cómo hacer las cosas bien. Mejor.
Quizás eso mismo se nos vuelva un camino de reconciliación Quién sabe. 
Mientras tanto, mil gracias por acompañarnos en nuestro pequeño reducto de este aprendizaje. Siempre.

4 comentarios:

  1. Wow! Me dejaste desinflada...
    Pero pa'lante es pa'alla! Qué no se nos olvide! Un beso!

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    1. Así es, esto desinfla y aplasta. Lo bueno es que nos levantamos una y otra vez. No, no se nos puede olvidar para dónde es la cosa... Un beso!

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  2. Estimada y siempre recordada Elena
    Este ha sido uno de tus relatos mas poderosos, sencillamente por que expresas nuestra VERDAD como venezolanos. Mi padre siempre me comentaba, cuando yo decía ser venezolano, que para realmente serlo debía trabajar entre obreros como era el caso de él y no como yo entre amigos y compañeros de trabajo y estudio, todos hijos de emigrantes. Cuanta sabiduría de mi padre, años me costo entenderlo.
    Muy cierto tu observación sobre la inspiración cubana ya existente en los años del miss Venezuela. Me recuerda cuando en los noventa tuve que renovar mi cedula en la Av. Andrés Bello y antes de entregármela el funcionario me dice: ciudadano, el director quiere verlo. Preocupado me llevaron a su oficina y cual fue mi sorpresa que el hombre con una gran sonrisa me saludó en un perfecto ruso aprendido en la Universidad de la Habana y lo único que quería era practicar su “oxidado” ruso.
    Un fuerte abrazo
    Los YUras

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    1. Sí, amigo mío. Ser venezolano es como aquellos caleidoscopios de cartón con papelitos de colores que se entremezclaban en la lente iluminada frente a nuestros ojos. Una imagen que cambia al más mínimo movimiento que hagamos de la mezcla que tenemos enfrente.
      Dicen que el Caribe, la selva, los Andes y la llanura entremezcladas en su gente hacen eso. Agrégale la mezcla racial y étnica totalmente libre e indiscriminada que se dio en esa Capitanía General abandonada casi a su suerte que éramos como provincia española en la colonia.
      A veces me parece un milagro que no seamos Haití volúmen II. (Dios me perdone) Te lo escribo aquí porque no me atrevo a publicarlo en el blog. Sé que somos mejores que todo esto, Yura. Lo sé. Ojalá vivamos para verlo sanarse. Si no, qué importa, mi pana, igual quiero dejar una memoria que ayude en algo a que se nos olviden menos lo especiales que somos. Con todo y todo.
      Un abrazote.

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