sábado, 24 de febrero de 2018

GRACIAS…TOTALES

Se me ha hecho muy difícil explicar, más aún entenderlo, por qué no me siento bien en los Estados Unidos que conozco. Por qué no quise explorar otros lugares en territorio norteamericano como opciones para vivir. Opciones distintas al sur del estado de Florida donde viví por diez años, el lugar donde viven mi maravilloso hijo Armando Ignacio, su esposa Fabienne y mis nietos mágicos, Camilla y Armando Luca. Dónde viven mi madre y dos de mis hermanos, sus familias y algunos de mis mejores amigos. Un país del cual me hice residente permanente desde hace tanto, y donde ya estaba lista para haber obtenido la ciudadanía norteamericana.

En lugar de eso, me he vuelto a mudar. Ahora vivo en Buenos Aires, Argentina.

Hace dos meses que he llegado con mi hija Corina y nuestra perra Francisca, a establecernos en este país que me es totalmente extranjero. Sin embargo, en este tiempo he visto suceder por dentro y por fuera cosas que sentía extraviadas para siempre. Cosas que me han hecho sonreír. Que han hecho que me salte el corazón dentro del pecho, las lágrimas en los ojos y las ideas en la mente. Imágenes que había olvidado, que había dado por perdidas. Para siempre. Aquí me las he vuelto a topar. En la calle, En la gente.

Por eso mismo, cuando descubra cómo hacerlo, publicaré también algunas de esas imágenes, para que acompañen a las palabras. Porque pareciera que he retoñado. Me parece que estoy a gusto en esta nueva tierra de una manera que había olvidado como se sentía.

Quizás esta suerte de renovada alegría sea porque aquí hay kioskos de revistas, libros y periódicos en cada calle. Porque los kioskeros son encantadores guías improvisados de la zona donde se encuentran y de esta enorme ciudad a la que nos hemos mudado. Quizás sea sólo porque son muy buenos conversadores.

Tal vez también se deba a estos abastos de víveres, que son casi todos de chinos que hablan con acento porteño. O a las fruterías manejadas en su totalidad por educados y sencillos hombres, mujeres y muchachos bolivianos, de franca sonrisa y suaves modales.

Me parece que podría ser también por un inesperado reencuentro con una galantería masculina que se me había olvidado, la cual a su vez ha vuelto más demorados mis arreglos frente al espejo. Me estoy dejando el cabello más largo. Estoy recordando el extraviado placer de escoger la ropa y de sentirme hermosa y contenta.

Aquí en Buenos Aires la comida sabe distinto. El agua que sale por el grifo huele diferente. No hay tanto cloro, quizás. Hay mucha menos asepsia y sin embargo se siente bien. Las aceras son la mejor muestra de ello. Es que Buenos Aires se me hace un lugar como más real y humano. No sé si lo podré explicar mejor.

Por todos lados, debo confesar que lo digo con mucho asombro, hay vendedores callejeros de libros extraordinarios, de otros libros muy buenos, muchos solamente buenos, y por supuesto muchísimos bastante regulares, y verdaderas toneladas de libros muy malos, pero todos están allí, porque todos importan. Eso me alegra.

Les confieso que no estoy segura de cómo es que funciona esta locura que se me ha despertado por los libros y sus vendedores en la calle. Cada uno es un personaje distinto, así como distintos son también los libros que estos tipos venden. Ayer mismo, no tenía el dinero para comprar unos hermosos libros de Benedetti en una acera de la enorme avenida 9 de julio, así que le dije al vendedor que regresaría por ellos en un par de días. Al hombre desdentado que los vendía no se le ocurre otra cosa que acercase a mi cara y decirme con una mirada pícara, llena de años y vida, que se acordaría de mí “porque de la flor uno nunca olvida el aroma”. Regresaré por esos libros, no tengo la menor duda. El tipo es tremendo vendedor, un super galán y los libros, magníficos.

Me he enamorado de una cortesía callejera que ahora me estoy gozando como peatón. El caminar como forma principal de transporte le ha devuelto a mis piernas su oficio y verdadera vocación. Quizás sea por eso mismo que estoy recuperando la mirada y la voz. También estoy más liviana y ligera. A lo mejor eso explica también por qué me caí en la calle y me di un super tortazo en la rodilla izquierda. Había que bajar la velocidad. Andamos en eso. Mirando con un poco más de calma.

Ahora me quedo prendida de asombro ante una herrería en puertas y ventanas que quitan el aliento. Ahora también me detengo porque los perros y gatos te saludan en la calle, como si de verdad les importa ese pequeño encuentro callejero contigo y la rascadita que les das en la cabeza.

Esta mañana descubro algo nuevo: no tengo miedo. Una nueva serenidad que no recuerdo desde hace mucho. Creo estaba en mis veinte la última vez que me sentí de esta manera. Mi papá al mando del barco donde navegamos mis hermanos y yo, junto con nuestras empleadas domésticas y animales. Colegios, universidades, cumpleaños con una torta de guanábana de la pastelería El Carmen de Sabana Grande.  Arroz con pollo los domingos, medias blancas y la luz del cielo caraqueño donde siempre vivimos en las faldas del Avila.  El edificio Paramacay en Los Palos Grandes, primero y luego la quinta Shangri-la, en La Florida. Hasta ahí me sentía segura. Luego ya no. Por años y años, cuarenta para ser más precisa. Me casé por primera vez en 1977. Ya más nunca me sentí serena. Un matrimonio de tormentas y otro de mentiras han cobrado su precio. Sin embargo, desde hace unas ocho semanas como que me siento en pausa.

Buenos Aires, el barrio de San Telmo a dónde hemos llegado, parecen haberme regresado esa serenidad que recuerdo tan lejana. Quizás sea esto lo que me hace sentirme tan bien en ésta, la ciudad de la furia de Cerati.

Si, esta pausa activa me gusta. Parece buena y sanadora.

Gracias. Totales. Me sonrió.

sábado, 17 de febrero de 2018

CONOCER A DARIO – ENCUENTRO CERCANO CON LAS PELIGROSAS ACERAS


De camino al subte para ir al mercado de San Telmo esa primera visita de domingo para ir a ver a Samira, le digo a Corina que nos paremos a comprar el periódico. Le pregunto al vendedor de diarios cual será el mejor para leer los domingos, que acabo de llegar a la ciudad y quiero conocer lo que se escribe en los periódicos argentinos locales. El vendedor del kiosko, un hombre menudo de mirada inteligente y sonrisa franca, me dice con abierta picardía que todo depende de donde este yo ubicada y de lo que quiera leer en los diarios. Los va separando sobre el mostrador mientras dice: “Centro derecha, social demócrata, de esos como los de Maduro en Venezuela…”. Levanta la vista y me dice sonreído, “Bueno, supongo que de estos, nada, ¿cierto?”. Los dos estallamos en risas. “Mire, deme algo social demócrata con airecitos de derecha, si me hace el favor, que de los cuentos chinos de esa izquierda estoy hasta el copete”, le digo riendo. Me da un grueso Clarín dominical. Como que ya nos hemos reído juntos de nuestras mutuas miserias políticas, le pregunto si será mejor vivir en la provincia o en la ciudad capital. El tipo se manda una clase magistral de urbanismo bonaerense y sus alrededores. Le preguntamos si sabe de algún apartamento en alquiler. Nos anota el nombre de una tal Graciela y su teléfono en el borde superior del diario, él es Darío, el encargado de un edificio alto a pocos metros del kiosko y esta señora administra allí varios apartamentos. “Díganle a Graciela que van de parte de Darío”, una sonrisa franca de oreja a oreja. Agradecidas nos despedimos y seguimos camino al subte. 

Lunes por la mañana. Comienzo de nuestra segunda semana en Buenos Aires. Amanezco haciendo planes para resolver lo más urgente, nuestra próxima vivienda. Esta ciudad es tan grande que da vértigo. Completamente plana, con un enorme rio marrón que le bordea al Noreste. Ingenuamente he creído posible aprenderme a Buenos Aires haciendo mapas y coloreando sus barrios. Algo me ha ayudado. Sin embargo, la realidad supera mis expectativas con creces. Es enorme y extremadamente diversa. Me he vestido para salir a visitar las inmobiliarias cercanas, a ver que consigo en alquiler. Estoy en pleno aprendizaje. Muy elegante, hasta me pongo el único collar que me he traído conmigo, el ámbar ruso regalo de mi papa de hace tantos anos atrás, y me voy caminando calle abajo, mirando los letreros de alquiler, tomando notas, preguntando a los amables vecinos. Ando en modo misión inmobiliaria. Hasta que de pronto, al suelo, Mi rodilla izquierda me estalla de dolor, me he tropezado con una baldosa inestable, una más de miles, estoy en el piso e intento ponerme de pie. Un joven con botas de obrero corre desde el otro lado de la calle. “Está bien señora, le ayudo a levantarse?“, me dice y extiende su mano para socorrerme. Ya de pie, me toco la rodilla. Puede ser que me la haya roto, pienso horrorizada. Estos 104 kilos que le han caído encima no son broma, por muy duros que tenga los huesos. Puedo caminar, lo cual se me hace casi un milagro por el dolor que siento en un lado de la rodilla izquierda, así que me doy la vuelta y regreso sobre mis pasos hasta el apartamento. Al entrar, Corina me mira sorprendida de verme de regreso tan pronto. “Me caí, Cuni”. Ahí sí, me pongo a llorar. La rodilla se esta poniendo morado obispo rápidamente. Un tono berenjena ya baja por la pierna. Evaluamos ir o no al hospital. Decido que no. Corina se va a comprar una compresa para enfriar el traumatismo. Bueno, parece que algo me esta avisando que hay que bajar un poco la velocidad. Presto atención y me paso los siguientes días en reposo, pierna en alto, calmantes y antinflamatorios orales y tópicos. Quien me manda.

Eso no puede detener la búsqueda de apartamento. Seguimos fajadas llamando y preguntando. De silla en silla, aprovecho para concentrarme en negociar por teléfono con Bank of America, Chase y Citibank la cancelación completa del saldo de mis tarjetas de crédito. También he salido de ese peso enorme con este movimiento telúrico que es este viaje al Sur. No importa. Estoy alegre. Ando mucho mas ligera, aun a pesar del sobrepeso exterior que también se ira diluyendo. Caminar más, sonreír siempre, comer mejor. La mejor dieta de todas. Estoy muy agradecida. Gracias.

domingo, 11 de febrero de 2018

SAMIRA Y EMPANADAS EN EL MERCADO DE SAN TELMO



Delgada, con una pañoleta de flores amarrada en su cabeza, bella y alegre como siempre, mi Samira está un poco más allá, acabando de montar su puesto de jabones artesanales. Ninguna de las dos se puede soltar de ese abrazo que nos damos. Cuentos van y vienen, Corina y Samira que son casi de la misma edad, se instalan a conversar. Mi hija menor, Alejandra conoció a Samira en su primer día de colegio en la Escuela Comunitaria de San Antonio de los Altos. De pie en la puerta de la escuela en su vieja sede de “Alita”, a pocas casas de donde vivimos en El Toronjil, Alejandra llora y no quiere soltarse de mi mano. Su primer día de colegio. Una niña que ya está dentro del patio de la escuela, se acerca y le dice a Aleja: “Niñita no tengas miedo, vente conmigo.” Aleja suelta mi mano y toma la de la niña. Esa niña es Samira Recondo.

Ahora sí, las lágrimas brincan para afuera con desvergüenza. Corina las ve y, entre risas y sus propias lágrimas, me dice que le voy a espantar los clientes al puesto de jabones, en cuya parte trasera nos hemos instalado las tres, apoyadas contra la pared de esa callecita estrecha, empedrada y de tanta gente caminando para arriba y para abajo, a la sombra que todavía hay antes que el sol tome toma la calle por completo. Llegado el mediodía la vuelve un verdadero hervidero de gente y artesanía, sazonado con el olorcito de choripanes y parrilla de los comedores locales. 

Dejo a las muchachas echándose diez años de historias y chismes. Me voy calle abajo, pisando con suma atención esas piedras planas de la calle, cuya irregularidad no le hace ninguna gracia a mis tobillos. Otro vendedor de empanadas venezolanas me detiene. Me acerco y conversamos un poco. Este es su único trabajo en Buenos Aires. En la semana se instala a las puertas de Migraciones. Tiene una clientela fija de venezolanos en cola para arreglar sus documentos. Los fines de semana en el mercadito de San Telmo. Trabaja de seis de la mañana a dos de la tarde vendiendo. En las tardes cocina sus guisos de carne y pollo, hace las empanadas y las congela. Se levanta a las cuatro cada mañana, las pone a freír y escurrir el aceite, las separa por sabor y prepara su caja de anime, que transporta instalada sobre un par de ruedas. Tiene todo muy bien arreglado. Es de Valencia, estado Carabobo. Su esposa también trabaja pero no me dice en qué. Me aclara rápidamente que sus padres están bien en Venezuela, que son gente con negocios y que se las están arreglando. Que les visitó hace unos meses y que su madre le hizo prometerle que no regresara, ni de visita hasta que las cosas estén mejor, Ahora son suyos los ojos aguados.

Regresamos a casa caminando hasta la estación del Subte. Voy agobiada de calor y emociones entremezcladas. Samira me ha regalado dos jabones que usaré con alegría y orgullo. Tarde de domingo reposando. Leo con avidez mi primer Clarín dominical, con el nombre “Graciela” y su número de teléfono anotados en la primera página. Pero de ella les hablo la próxima semana. Hasta entonces, un abrazote.

sábado, 3 de febrero de 2018

ANALISIS LITERARIO Y LECCIONES DE SEGURIDAD EN SAN TELMO


Nos hemos repartido las tareas en este nuevo apartamento. Bajo a Francisca a la calle por la mañana, Corina lo hace en la noche. Me gusta mucho la mañana del verano en Buenos Aires, los olores y la gente, la temperatura y la brisa.

Me tienen muy pendiente de ellos, esos muchachos al otro lado de la calle. Hoy camino a Francisca con el spray de pimienta en la mano. Al salir del pequeño edificio, me topo con un policía alto, fornido y nada jovencito como esos otros policías que he visto hasta ahora caminando por la cuadra. Inspector y Flores se lee en ambos lados de su pecho uniformado en tonos de azul y gris. Le doy los buenos días y me responde efusivo y sonriente. Es evidente que busca conversación. Dejo que Francisca resuelva lo más urgente en una jardinera cercana, bien feíta la pobre, casi puro monte y bastante tierra para lo de la perra. El policía sigue saludando y ahora también pregunta cositas sueltas. “¿De dónde viene?... ¿Por cuánto tiempo nos visita?... ¡ Ahhh, venezolana, qué bien!... ¿Y viene a quedarse en Buenos Aires… ¿Y por qué Argentina?” Esto va para largo. Francisca va a tener que esperar para seguir con sus rutinas matutinas.

Cuando le digo que soy artista textil y escritora, se le enciende la mirada y pregunta si puede hablarme de algo que le da mucha curiosidad sobre los escritores. Este policía argentino quiere saber cómo se descubre la verdadera intención del escritor detrás de sus palabras y la manera que escoge para decirlas. Es en serio que esto va para largo. Intento acortar la improvisada lección de análisis literario: “Bueno”, le digo, “¿en cuál escritor está usted pensando, a ver si le entiendo mejor la pregunta? El Inspector Flores se queda unos segundos mirando al vacío, y luego dice: “Cien años de Soledad, por ejemplo, ¿qué quiere decirnos García Márquez con todo ese cuento alucinado lleno de cosas locas por todos lados? “ . Apelo de corazón a la paciencia infinita que pareciera tener Francisca. Respiro profundo. Por los siguientes veinte minutos, una inesperada sesión de análisis literario da origen a una aún menos esperada lección en política y cultura social argentina contemporánea. Flores estudia tercer año de Derecho, lee como un salvaje y es un conversador exquisito. En un intento de análisis “fast-track” le digo al policía que Europa lo ha hecho y vuelto hacer absolutamente todo. Que Africa tiene todo por hacer delante de sí. Que América es un gigantesco generador de ideas y soluciones, con un poderoso y voraz cerebro en su Norte, y su alma, su espíritu en América del Sur. Y que el Caribe hace las veces de potente sazonador para esa sensibilidad imaginativa del alma sudamericana, que García Márquez luego de leer a Kafka en Paris, se sintió con permiso de escribir la realidad mágica en la que vivimos los latinoamericanos, aún sin darnos mucha cuenta de ello por lo inmersos que estamos en ésta. “Ah… Kafka, La Metamorfosis…”, exclama Flores con su mirada, ahora sí, clavada en la mía. Me apresuro a hablar en un vano intento por dar por concluida la respuesta: “Y en su Argentina, Julio Cortázar, sin duda ninguna. Le recomiendo el cuento de Cortázar llamado “Axolotl”. Realismo mágico puro, Inspector Flores, sonreída le llamo por su nombre, y caigo en cuenta que estoy flirteando un poco con el policía. Es hora de irse, señora Plaza.

Bueno, así las cosas, ambos miramos en la dirección del lado opuesto de la callecita de San Telmo donde estamos conversando, y Flores recupera la compostura policial. “¿Le han molestado esos muchachos desde que está aquí, señora?, me pregunta diligente, señalando con la vista a los chicos que se han instalado en esa esquina en la acera de enfrente. En ese momento está pasando por nuestro lado un muchacho joven que lleva en su mano una estupenda Nikkon en la mano, morral en la espalda y un letrero del Caracas estampado en su franela azul y blanca. Nos pasa cerca y sigue de largo. Se me disparan todas las alarmas y miro a Flores espantada del peligro de robo que corre este ingenuo venezolano. Flores tiene la actitud del que no se mete. Tomo la decisión en segundos y, en voz alta para que me escuche, digo: “!Chamo!” El jovencito se detiene enseguida y se voltea. Le señalo la cámara con un conocido índice regañón y le digo con mi mejor voz de mamá caraqueña: “!Mosca, chamo! El muchacho mira la cámara en su mano y luego nos mira a nosotros. Sonríe y dice de vuelta: ¡Gracias, señora, sí va! Levanta su pulgar aprobatorio y sigue caminando mientras guarda la cámara en el morral ahora abierto sobre su pecho. Flores se dispara en preguntas y acotaciones sobre nosotros, estos venezolanos que le hemos invadido a su Buenos Aires.

Me llaman la atención una de sus preguntas y una de sus observaciones. Quiere saber si “mosca” significa ladrón. Luego, me cuenta con asombro que la tendera de la esquina le ha hablado de una pareja de venezolanos que llegó a ese negocio buscando trabajo>Tenían tres días en Argentina y una niña de dos años con ellos. Esa semana, dice entre conmovido e incrédulo, ambos estaban ya trabajando en el modesto comercio del barrio, por muy poco pero suficiente para pagar el modesto alojamiento y quien cuide de la pequeña durante el día. No digo nada. No puedo. Estoy consciente de que estoy mirando mis lágrimas en el suelo. Ambos muchachos dijeron ser médicos.  

Le extiendo la mano al Inspector Flores. Me da un apretón fuerte y me dice: “Usted también ande con cuidado, señora. Un gusto hablar con usted. Soy un policía serio y conversador. No somos muchos. Cuídese. Ya sabe: ¡Mosca!” Me cae por dentro uno de esos susticos que las mujeres conocemos tan bien. Del miedo hay mucho que aprender.

A la mañana siguiente, poco después del café tempranero, salgo al balconcito a escribir. Me sorprende ver que los chicos de la acera de enfrente han desaparecido. En lugar del mugriento campamento que tenían instalado, está todo barrido y limpio. Un montón de trapos sucios se acumulan en la acera, a un lado del habitual contenedor que se llevan los camiones. Unos minutos mas tarde se asoma un barrendero por entre los carros y la misma acera. Barre, recoge y bota en el enorme contenedor los trapos amontonados. Barre la acera y la calle alrededor del contenedor, le cierra la tapa y sigue su camino.

Flores no anda por todo esto y ahora caminan las aceras del vecindario unos jóvenes oficiales de la policía de ambos sexos, como aquellos policías de punto que hubo en Caracas hace tantos, tantos años.

Tendrá las aceras rotas, es verdad. Nos reciben con los brazos abiertos, también es verdad. Pero me ha quedado bien claro que Buenos Aires no está de su cuenta y riesgo. Al menos no de la manera que nos tuvimos que acostumbrar a vivir en nuestra amada Caracas y también dentro de todo el territorio nacional de la Venezuela que dejé atrás.

En la casa de enfrente esta mañana han abierto las altas celosías grises de dos de sus ventanas en el piso superior. Por una de ellas se cuela al balcón atiborrado de plantas, una gata gris, negra y amarilla. Sólo las hembras tienen tres colores. Se da cuenta de mi presencia y me mira erguida, gorda y dueña. Cada vez la ciudad se hace más presente y el frescor se retira lentamente. Hoy seguiremos cerrando nuestra vida en los Estrados Unidos, y también hemos abierto el capítulo de la búsqueda de un hogar por tiempo largo para las tres. Corina debe estar haciendo desayuno. Alguien corta con una sierra eléctrica no muy lejos de aquí. Voy recuperando poco a poco los matices del sonido que conozco como la vida en una ciudad.


Hoy será también otro nuevo día. Una vez más, gracias.