sábado, 31 de marzo de 2018

FABULA DEL CONSULADO Y LA PRORROGA

Me levanté muy de madrugada para ir al consulado venezolano en Buenos Aires. Desde San Telmo te vas en Subte hasta la estación de trenes de Retiro, y de allí se va uno en el tren hasta la zona donde está el consulado. El consulado venezolano.  Mi consulado en tierra extranjera. Un edificio pequeño, de ventanales grandes que exhiben con impudicia unas enormes calcomanías de la cara del nuevo Simon Bolivar. Un rostro seco. Ajeno. Feo.
Al entrar, después de apenas mirar alrededor, sabes que te has vuelto doblemente extranjera. Extranjera en Argentina. Extranjera también en este consulado. Uno lo sabe. Lo saben esos funcionarios que te atienden. Algunos son amables, otros no tanto, afortunadamente los menos estos últimos. Igual, dos países en uno que se miran de reojo y desconfianza en una calle cualquiera de Buenos Aires. 
En la sala de espera hay dos filas de sillas plásticas rojas alineadas con la pared y el ventanal a la calle. A un lado, sobre una mesa bonita, el retrato enmarcado de un venezolano recién fallecido, José Antonio Abreu. Abierto sobre la mesa, un enorme cuaderno empastado, con un bolígrafo sobre sus hojas a medio escribir con diferentes letras y dedicatorias. Me pongo a leer sus paginas. Un florero de vidrio con agua limpia, y dentro una planta sencilla que parece recién cortada porque no se le ven raíces, luce bien junto al arreglo. Estoy de pie junto a un busto de Simón Bolívar, el cual por cierto se parece mucho más a los retratos que se conocen del Libertador, flanquea la mesita del homenaje póstumo al musico creador del sistema de orquestas infantiles y juveniles venezolano, el cual algún día remoto también fuera ministro de Cultura. “Eso es para escribirle a la familia del maestro Abreu, en homenaje por su muerte”, me dice con gentileza el funcionario que atiende la recepción consular. Le agradezco con la mirada y mi mejor sonrisa, pero no agarro el bolígrafo mas que para quitarlo y poder ir leyendo las paginas anteriores. Hay escritos en castellano, árabe, chino y ruso, en letras de molde y cursivas. Todos firman con orgullo sus palabras. Me pregunto lo que dirán los familiares de Abreu cuando lean lo que acabo de leer, escrito en este cuaderno grande con inmensa admiración hacia el camarada y luchador revolucionario, que es cómo en esta casa diplomática venezolana se le considera con orgullo a José Antonio Abreu.  Me dan mi turno y subo en el ascensor a resolver a lo que vine.
Estoy en el consulado para registrarme porque ahora vivo en Buenos Aires, y porque con cédula de identidad y pasaportes vencidos estoy indocumentada. Vengo por un documento vigente que pruebe mi ciudadanía venezolana. Eso me encanta y vengo entusiasmada. Sin embargo, está también este asunto de la prórroga que surgió la vez pasada que estuve en este lugar. Me explico.
La semana pasada vine a solicitar el registro y la constancia que hoy vengo a recoger. La funcionaria que me atiende en el piso tres parece muy entendida, así que, una vez terminada la diligencia a la que vine, y con una infinita ingenuidad que parece no querer abandonarme en esta vida, me aventuro a preguntarle si será muy difícil renovar mi pasaporte desde Argentina.
La señora me mira con un sorpresivo desprecio del otro lado del grueso vidrio que nos separa. “En la vida no hay nada difícil, señora”, me lanza desde su escritorio. Con actitud de santa paciencia, la funcionaria toma unos papelitos recortados que tiene por ahí, se levanta y me va mostrando con la punta de su bolígrafo lo que dice en la pequeña hoja de papel que no mide mas de cinco por tres centímetros. “Se mete en esta pagina web y entra a lo de los pasaportes”, me indica. Luego voltea el papelito en cuestión que esta en blanco por detrás, se pega al vidrio mientras con suma delicadeza comienza a delinear lenta y cuidadosamente una gran letra P mayúscula, cosa que sigo atónita con la vista porque para mi sorpresa el gesto de la escritura que veo parece un poco la letra de alguien que aprende a escribir, así, lenta y cuidadosamente. De este lado, sigo atentamente, también pegada al mismo vidrio, el asunto que comienza a escribir la funcionaria consular. Entonces sucede. La funcionaria termina una letra P mayúscula un poco grande y se detiene en seco. Duda. Pero su duda se vuelve rabia en fracciones de segundo y me doy cuenta. Le quito la vista al papelito y la miro. La señora suelta un mínimo gruñido de frustración que se acompaña de un casi imperceptible gesto con la mano. La funcionaria no sabe como escribir Prórroga. La duda la pone en evidencia de su lado del vidrio. De este lado una compasión inevitable me llena el pecho. Ninguna de las dos se mueve. Ella garrapatea un par de erres primero, luego vuelve sobre sí misma y les escribe encima una o. El daño queda hecho. No hay vuelta atrás. Termina de escribir “Prorroga de Pasaporte”, sin el acento, con las mayúsculas y su mejor letra cursiva con las letras unas encima de las otras corrigiéndose. Me da el papelito sin mirarme. Me completa la información verbalmente. No nos miramos más. Intento agradecerle de verdad y salvar la distancia aunque sea por algún instante. No pude. Ella tampoco.
Hoy estoy de regreso frente a la misma ventana. La funcionaria me reconoce. Estoy segura. A nuestra edad estos episodios queman la memoria. Lo sé. La saludo y no me lo devuelve. En lugar de ello me extiende un enorme cuaderno mientras me dice “Llene esto”, con una voz demasiado cansada para ser tan temprano. Soy la primera en entrar a la oficina esta mañana. En fin, sigo las instrucciones y lleno los datos que pide esto que tengo enfrente. Nombre. Cédula de identidad. Teléfono. Dirección en Argentina y en Venezuela. Correo electrónico. Tipo de gestión que vine a hacer. Firma. La funcionaria regresa. “Siéntese allí”. Me señala unas sillas rojas de plástico con la vista. Así no más. Una orden tras otra. Sin mirarme.
Siento una enorme tristeza porque esta distancia pareciera que no se acortará nunca. Esas poquitas letras mal escritas con una buena intención que se escondió tan pronto salió a la luz, nos señalan todo eso que nos ha separado siempre. Que desgracia. Sólo que ahora esta funcionaria siente que tiene el sartén por el mango no sólo por el cargo que tiene, sino mucho más importante aún, por la razón por la cual lo tiene. Esa razón es la que no nos permite encontrarnos, aunque ambas nos hayamos buscado en vano frente al papelito en blanco. Vergüenza y compasión que se vuelven rabia. En ambas. Lo sabemos. Cada una con sus razones respectivas. La fábula de esta tragedia venezolana. Termino mi trámite y me voy de camino a la estación.
De vuelta en el mismo tren, viendo pasar casas y edificios, otros trenes, puentes y automóviles, mirando los rasgos urbanos de esta ciudad donde la historia se junta con el presente en casi cada cosa que veo. Pienso en la tierra donde nací, la infancia en Maripérez, en mis abuelos y en los días de primaria en el Colegio Sagrado Corazón, primero en aquella casona del Country Club y luego en Altamira. La Madre Suárez con sus muchas clases, la de bordar mi favorita. La Hermanita Pérez, que me muestra cómo pasar un buen coleto y agarrar un ruedo invisible, en las horas interminables mientras espero que me vengan a recoger en las tardes luego de clases. El bachillerato entre Nuestra Madonna de Pompei en la Alta Florida y el Cristo Rey en Altamira. Luego la Católica y la Central. Las amigas, los amigos. Navidades, fiestas de cumpleaños. Parrillas y noches de estudio. Los novios, unos mejorcitos que otros. La boda de blanco en la casona colonial del Club Caraballeda, y mucho más luego la boda de beige en mi nueva casa en Club de Campo, ambas feliz e ilusionada. Mis tres hijos. El trabajo en la Galería de Arte Nacional y el Museo de Ciencias. La carretera Panamericana. De nuevo, mis hijos. Siempre mis hijos. Ahora también los nietos. Donde quiera que estemos. Qué locura como vi desaparecer todo eso que una vez fue mi entorno.
Hace mucho que comencé a hablar de esto que se me desdibujaba alrededor. Mientras se evapora frente a mis ojos esa Venezuela conocida, lo escribo semanalmente, cada jueves. Primero en El Diario de Caracas y luego en Tal Cual, como columnista fija. Una crónica de lo que entonces aún parecía evitable. Nada. No paso nunca nada. Hasta que me canse y también dije “Nos vamos”. Nos unimos a la diáspora casi mientras se inicia ese ano 2000. De eso hace tanto tiempo y todavía no llego a casa. Al nuevo hogar del emigrante. De un lugar a otro buscando eso que se nos extravió entre tanto dinero del petróleo y la borrachera orgiástica que trajo consigo. Todos nos volvimos un poco locos. Lo digo y lo mantengo. Demasiadas equivocaciones en demasiado corto tiempo. La mirada puesta donde no iba en demasiados lugares equivocados. Muchas voces que lo avisaban que no fueron suficientes. Demasiados intereses sin escrúpulos. Los dejamos hacer porque estaba muy barato vivir así. Nos volvimos poco serios. Superficiales. Sifrinos. Bandidos. Indiferentes. El “guiso” se hizo nuestro deporte nacional. A todo nivel. Equivocamos las prioridades. Fracturamos nuestra convivencia social y familiar. El amor por lo nuestro saltó por la ventana y nuestro futuro tras él. No nos dimos cuenta. Aparecieron entonces los salvadores de la Venezuela extraviada y olvidada. Muchos les creyeron porque no tenían ya más nada que perder. Otros, porque al creer se les compensaban tantas carencias y ausencias, la más grande de todas la indiferencia oficial y humana.  Veníamos de ser una caricatura de quienes habíamos sido. Ahora, esto que nos hemos vuelto sólo habla de cuánto peor puede ser el remedio que la misma enfermedad.
Nuestras prioridades nos delatan. Concursos de Miss Universo que hay que ganar por ese orgullo nacional de que “es que somos las mas bellas”. Los indicadores de la ausencia de reflexión sobre quienes somos y cómo lo somos, aparece en casi todos lados. Desde lo más sublime a lo más profano. Aparecen un buen día en un fulano ballet de Venevisión los encajes imposibles de las faldas llaneras con inspiración cubana de Joaquin Riviera, devenido en cultor del Llano venezolano a través de la criolla Yolanda Moreno. Nadie dice nada mientras nos visten de algo que nunca fuimos y aplaudimos un baile venezolano que ni tan siquiera es llanero. De pronto todos los senos de las venezolanas son exactamente iguales. Tampoco nadie dice nada. Pechos que se desbordan abultados sobre los escotes de mujeres viejas y jovencitas en nuestros cerros, en las urbanizaciones y las oficinas por igual.  Tampoco entonces nadie dice nada. La sonrisita socarrona del país entero calla y otorga que también somos eso, pues. Los bancos privados nos ofrecen impúdicamente en su publicidad prestamos para las cirugías plásticas que el país no necesita en absoluto, en lugar de facilitar ese mismo dinero a tanto pequeño empresario que esta luchando para valerse por si mismo. Nadie se queja demasiado por semejante exabrupto. Venezuela entera habla con una proverbial vulgaridad y grosería. Tampoco pasa nada. Seguimos sonriendo mientras las voces que avisan de los signos de peligro apenas se escuchan en la algarabía del corneteo porque Brasil ganó un juego de fútbol. De esto, a Dios gracias, nos salvó la Vinotionto. Lamentablemente, sin embargo, ni siquiera el esfuerzo de estos muchachos fue suficiente para medio devolvernos alguito de dignidad y amor propio.  
Lentamente nos deslizamos por un barranco de la más profunda indiferencia y banalidad. Entonces comienza el malestar por los abusos. Abusos que se suceden en oleadas de una violencia represiva del último que llegó para imponer orden y dar respuesta a quienes nunca tuvieron una verdadera voz. Una autoridad nueva que le cae a mandarriazos a lo que había y empeora lo que ya era bien malo. Venezuela se retuerce dividida en buenos y malos.
Desde hace ya demasiado tiempo nuestros muchachos, y también muchos otros no tan muchachos, se han dejado torturar en celdas policiales y militares, o matar en nuestras calles, en espasmódicas y masivas oleadas de enfurecidas protestas por cambiar las cosas. Sigue sin pasar mayor cosa. Nos sabemos mucho mejores que esta porquería que nos ha definido desde hace tanto tiempo. Se me llenan los ojos de lágrimas porque me da mucha rabia esta sensación de ser totalmente desechables, frente a un Estado tradicionalmente indiferente, desorganizado, improvisado, mediocre, multimillonario, todopoderoso, y por encima de todo, absolutamente corrupto y corruptor. Corruptor de todos y de todo.
Esto pienso mientras ya mi tren llega de vuelta a la estación de Retiro. Me bajo y camino por un andén lleno de gente apurada. Les sigo el paso. A mitad de camino las piernas comienzan a pesarme y de pronto me cae este cansancio viejo que conozco bien y al que le temo tanto. Estoy harta de caminar apurada, de correr. Huyo de esta horrible Venezuela que no me gusta, que no me quiere, que no parece querer a nadie tampoco. Busco un lugar donde sentirme en casa. Hoy me he dado cuenta, así, de repente, que eso no va a suceder. Me quedo parada en el andén número cuatro de la estación Retiro, en Buenos Aires. Así detenida me pasan los demás pasajeros por ambos lados hacia la salida. Venezuela es ahora esto que llevo puesto por dentro. Ni más ni menos.
La rabia se me hace un nudo en el pecho y se transforma en una inmensa ternura. Lloro por todo, que cosa tan seria. La gente que pasa me mira un poco y alguien me pregunta si estoy bien. Debo ser una imagen bien rara, allí de pie, todavía no son ni las diez de la mañana y yo llorando en silencio con mi kleenex en la mano. Siento una pequeña sonrisa y la dejo salir. Lloro otro poco, me sueno la nariz, me limpio la cara y busco donde botar esta toallita de papel hecha una bola. Sigo camino al Subte para tomar el metro de vuelta a mi casa de hoy, en San Telmo. Lo que toca hacer ahora parece ser muy obvio: estar donde se está bien y hacer bien lo que sea que hayamos elegido hacer. Ayudarse a si mismo en primer lugar a ser mejores. Organizar las prioridades, la mía, ahora mismo, esa costura pendiente para entregar la otra semana. Tener ya algunos clientes se me hace un tremendo logro. Me siento mejor.
Los venezolanos somos una belleza de gente. Pero aún no somos mejores que esta gran torta que hemos puesto. Una torta que hemos puesto entre todos, sin excepción.
Mi amigo Alvaro González Amaré, mi pana de casi cincuenta décadas de cariño mutuo e irreductible, dijo una verdad enorme por el teléfono desde su casa en Barquisimeto hace un par de días: saldremos de esto cuando seamos mejores que esto.
Pareciera que ya no queda otro remedio que ser mejores. Que hacernos mejores. Con profunda fe. Con amor. Cada quien en lo suyo. Cada quien desde su esquina con la vida que hace. Desde donde quiera que estemos. Intentando escuchar y entender cómo hacer las cosas bien. Mejor.
Quizás eso mismo se nos vuelva un camino de reconciliación Quién sabe. 
Mientras tanto, mil gracias por acompañarnos en nuestro pequeño reducto de este aprendizaje. Siempre.

domingo, 25 de marzo de 2018

DOMINGO DE MEMORIAS


Pronto van a ser tres meses desde nuestra venida a Buenos Aires.

Escribo esto en la madrugada de un domingo de fines de marzo, mientras la memoria se te va llenando del montón de cosas que la vigilia del día, con su incesante transcurrir de cosas, una tras otra, muchas veces no permite que veas. La madrugada tiene eso. Desde esa sabrosa postura del desvelo bueno, cuando sabes que pronto estarás tomando café y escribiendo, me gozo esos últimos minutos de descanso acostada, mientras ves por fuera y por dentro cuantas cosas han cambiado a tu alrededor y en la memoria.

Pienso en mis hijos Armando Ignacio y su familia, en Ocala, Florida. En Alejandra, en El Valle, en Caracas. Caes en cuenta de que ahora para mirarlos desde el corazón hay que ver hacia arriba. Desde hace años ir a casa era viajar al Sur. Ya no. Ahora vivimos en el Sur. Mirar hacia arriba ahora es un ejercicio de nostalgia que recién descubrimos. 

Reviso estas pasadas semanas mientras me levanto. Estoy aun en medio del asombro. Lo se. Argentina me es totalmente desconocida. Cada día es ir a la escuela, Quizás de ahí lo emocionante de estos primeros meses en el Sur del Sur, en Buenos Aires. Todo es conocido, todo se te parece. Todo es tan distinto, sin embargo. Miro la gente caminar en la calle y me recuerdan a una Venezuela que ya no está. Los niños van al colegio con una batica sobre la ropa. Las mujeres se ven naturales y siempre apuradas. Los hombres usan el cabello en melenas despeinadas que todavía no entiendo. La estética de los argentinos no se parece a la nuestra. Sin embargo tenemos cosas en común. Todavía no entiendo bien como es eso, pero así parece.

Aquí en Buenos Aires se camina mucho. Todo el mundo camina mucho. Caminan rápido. Las mujeres usan un calzado que se me ha hecho rarísimo desde el primer día. Son unos zapatos gruesos, anchos, altos. Diferentes a nada que haya visto antes. Los hay costosos y baratos. En cuero y en plástico. Horribles y hermosos. Hace semanas intento llevar un registro fotográfico de muchos de estos pares de zapatos, una estética a la que no estoy segura poder acostumbrarme de un todo alguna vez. Quién sabe.

Ahora vivo en una sociedad donde casi todo lo que consumo dice Hecho en Argentina, o Industria Argentina. Lo hecho en China aquí es una rareza. También fotografío toda clase de cosas que traen ese letrerito en las etiquetas de las muchas cosas que compro cada día. No solo estamos montando de nuevo un hogar sino también mi taller de costura. Hilos, telas, aros de bordar, agujas y alfileres para el taller. Instrumentos de trabajo para la cocina como el mortero de madera, las cucharas de servir, vasos, tazas y ollas. Todo se hizo en Argentina. Miro con asombro a esta sociedad que parece haber decidido hace tiempo pagarse y darse el vuelto. Una sociedad que parece estar volcada sobre si misma y que que sin embargo le abre sus puertas a decenas de miles de venezolanos buscando trabajo y una vida digna. Sólo eso. Aquí no hay un sueño argentino que alcanzar. Aquí se vive tranquilo, se pagan las cuentas lo mejor que se puede, se hace lo mejor que se puede y se sale a trabajar cada día porque aquí te las arreglas de una u otra forma. Aun no entiendo bien cómo funciona, pero así parece ser lo “Hecho en Argentina”.

Sin embargo, esta nueva gente que ahora son nuestro entorno se pasa la vida quejándose. Muchos me preguntan intrigados por qué Argentina, si aquí las cosas están tan mal. Ya sólo suspiro. Desde hace semanas que ya no he seguido dando explicaciones. Es inútil. Me cansa. No sirve de mucho. Igual nos dan la bienvenida y se conduelen con nosotros. Nos dan la bienvenida y nos desean la mejor de las suertes. Hay que estar agradecido. Trabajar y vivir lo más sabroso que se pueda mientras hacerlo también hace posible enviar algo de bienestar a los nuestros allá en casa. Y, ya. 

En esta nueva vida rara, te vas acostumbrando a que te pasen a diario cosas raras. Se te va haciendo cotidiano lo extraordinario, como que tu carnicero se pase media hora dándote una clase magistral de cortes de carne, con un acento porteño en castellano, y entiendes menos de la mitad de lo que el buen hombre intenta que aprendas. Como que te traigan todos los días ropa para arreglar sin conocerte. Como que la Virgen del Valle se nos haga presente en una sobremesa en el barrio chino de Buenos Aires. Como que te abrace una perfecta extraña en la calle cuando le das paso a ella y a su perro que vienen en contravía y te diga que es un placer enorme toparse con alguien amable. Que te reconozcan en las tiendas del barrio donde ahora vives y recuerden aquello que llevaste la otra semana. Como esos kioskos en cada esquina vendiendo literatura universal, toda cubierta del hollín de estas calles de súper urbe que ahora es tu ciudad. A que aquí los taxistas hablan como profesores de Harvard. Si, sin duda ninguna. Lentamente uno se va acostumbrando.

Ayer sábado 24 de marzo fue feriado en Argentina. Nos dimos cuenta por algunos negocios que no abrieron y porque había un inusual revuelo en la ciudad. Ayer era el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia. Ayer no pude evitar pasar el día pensando en Venezuela. Pensando si también a nosotros nos llegará la hora de marcar un día como éste en el calendario de feriados. Ojala. Algún día. Lo imagino bueno, sanador. Ojalá.

Mientras, celebro y comparto agradecida este feriado por la guarda de la Memoria, desde la permanencia de la mía propia, aun en suelo extranjero. Ya no parece importar demasiado desde dónde. Así que, igual, gracias por la memoria. 

Ayer fue su día. 

sábado, 17 de marzo de 2018

LO EXTRAORDINARIO SE VUELVE COTIDIANO


Venimos caminando con el carrito de las compras, de regreso del abasto de los chinos. Voy delante salvando obstáculos en las accidentadas aceras. Deben ser ya casi las seis de la tarde. San Telmo anda lento los domingos. 

De allá para acá vienen caminando dos señoras mayores, una en el brazo de la otra. Nos cruzamos con ellas al tiempo que nos detenemos las cuatro por lo estrecho de la acera. Escucho que la que luce mayor pregunta: “¿Cuánto falta para llegar?”. “Unas tres cuadras”, le responde la otra señora. Justo estamos a su lado, pues la acera con ellas paradas allí nos obliga a detener el paso. Miro a la señora muy mayor que ha preguntado, y le veo los ojitos angustiados por esas fatídicas tres cuadras faltantes. Ahora mis caderas saben lo que son tres cuadras al final de la tarde. Le digo con la mayor dulzura que puedo y en tono de broma, “ ¡Son tres cuadritas, ya estás llegando! “, y le sonrío. Estamos a su lado. La tarde ha refrescado bastante. La señora mayor vacila un poco y luego suelta una hermosa risa que nos contagia a las cuatro. La que le lleva del brazo nos dice algo y le reconozco el acento de inmediato. Es una mujer delgada y no lleva suéter. Es venezolana. La otra es argentina. Se le nota lo porteña de pura cepa, un fino abrigo de cashmere verde, varios anillos de verdad, verdad, un poco demasiado grandes en sus dedos flacos. La que la lleva es su cuidadora. De un salto nos ponemos a conversar en venezolano y la porteña interviene de tanto en tanto. Nos damos cuenta que la señora más mayor tiene una condición de bastante minusvalía, quizás algo de senilidad o Alzheimer de comienzo. Aún así, nos dice que lo que sucede en Venezuela es una verdadera tragedia y que lo lamenta mucho. Le acaricio el hombro que tengo muy cerca y le doy las gracias. Me mira con un enorme cansancio. Sus ojos están llenos de preguntas silentes. Mientras tanto, Corina y la señora venezolana están conversandito. Me les uno.


Se llama Ana María. Llegó hace tres meses. Sus hijas tienen varios años aquí en Buenos Aires y le han traído para que esté con ellas. El esposo se quedó en Caracas. Se niega a dejar sola su casa. Otra familia rota. Hace la suplencia de una amiga que cuida a esta señora de modo permanente. Han salido a dar su paseo diario. Nos hemos topado con ellas ya de vuelta. No son sólo los muchachos los que se van. Ahora tampoco los viejos queremos quedarnos en una Venezuela que no nos quiere.

La primera pregunta siempre es sobre el trabajo. “¿Qué estás haciendo? ”, una silente consigna que casi explica por qué estamos tan lejos de casa. Esa es la tarjeta de presentación, mucho más que el nombre y el apellido, que ahora, aquí ya no significan nada. Lo mismo que los títulos y postgrados. Igual que no dice nada tampoco la quinta en Macaracuay, ni la finca en Guárico ni nada de nada de lo que ha quedado atrás. Mientras más hablamos con otros venezolanos en esta diáspora, es inevitable también caer en cuenta de que eso que somos, eso que nos identifica, eso tampoco vale nada en ése lugar de donde venimos. En nuestro propio país quiénes somos ahora tampoco vale nada. Absolutamente nada. Se nos ve en la cara. Un desencajado asombro del que no se cree la perversa destruccion de lo suyo, y que aún desencajado sigue para adelante diciendo con y sin palabras quienes somos, lo que sabemos y valemos. Es una tarea muy interesante. Un buen reto. Nada con lo que no podamos. Habrá que recordarlo cada vez que se nos olvide.
Ana María es psicólogo clínico. Egresada de la Universidad Central de Venezuela. Con postgrado en Teología de la Universidad Católica Andres Bello, y de Filosofía en la Universidad Simón Bolívar. Está rondando los cincuenta y dele.

Lo extraordinario se nos está comenzado a volver cotidiano.

Le hablamos de un lugar que conocemos  donde podría ofrecer sus servicios quizás como “coach de vida”, ya que no como psicólogo con un título que aquí ya no dice mucho. Intercambiamos emails, nos abrazamos con una dosis agregada de esta solidaridad que ahora hace parte de la vida cotidiana. Seguimos nuestros respectivos caminos en direcciones opuestas de esta acera en San Telmo.

Afortunadamente los jóvenes con los que nos hemos topado aquí no cargan esas ojeras de profunda tristeza que tenemos los viejos venezolanos, estemos transitando este exilio forzado, o sigamos luchando allá en casa por defender el fuerte. No nuestros muchachos. Ellos no. Sus miradas siguen buscando en el horizonte y te regresan las ganas de seguir caminando las cuadras que hagan falta para llegar nuevamente a casa. Un nuevo hogar que habrá que construir con el esfuerzo conjunto. Viejos y jóvenes, cada quien en lo suyo.
Por haber estado aquí antes, Corina me esta dando mis clases diarias de vida porteña, devenida en profesora de Subte, buses, abastos de chinos y fruterías de bolivianos. Mientras tanto, intento poner mi granito de arena cocinando para las dos, escribiendo estas crónicas y sosteniendo quién soy en cada paso que voy dando.

Hoy veré a otro cliente como terapeuta de Flores de Bach, algo que aprendí en Caracas hace mas de diez años, y que he venido estudiando por mi cuenta desde entonces. Algo que sólo ha sido de uso estrictamente personal o familiar, y que ahora, se me volvió un oficio en este paraíso de terapias alternativas que es Argentina. Ya estoy anotada para el nivel de formación más alto que aún me falta. Lo completaré en julio de este año. Mientras tanto, con lo que sé y lo que estudio a diario, tengo para atender con cuidado a mis primeros consultantes.

Otra sorprendente fuente de ingresos ha sido haberme vuelto costurera que hace arreglos de ropa desde casa. La entusiasta respuesta de tantas llamadas y consultas a estas dos propuestas de trabajo, le han dado un sorpresivo giro a las cosas esta semana, a dos meses y medio de haber llegado a la ciudad. Además de una incesante búsqueda del empleo apropiado y del amoroso entrenamiento para hacerme una adecuada usuaria de Buenos Aires, ahora también a Corina le comienzan a caer sorpresas gratas que le devuelven su imagen en este espejo borroso que es emigrar, pues unos jóvenes vecinos le han pedido que les tome como alumnos de dibujo y pintura. También, porque el entusiasmo nos alcanza para ello, y por lo contentas que nos mantiene el tener ocupadas las manos, estamos planeando unas líneas de objetos hechos a mano que llevaremos a vender los fines de semana en varias ferias artesanales de la ciudad.

Ya lo dijo la inglesa George Sand, nunca es tarde para ser quienes realmente eres. Le creo. Somos la viva prueba de ello.

Gracias. Gracias. Gracias. Por todo. Siempre. Muchas gracias.

sábado, 10 de marzo de 2018

DUELO


Hay una vieja película con una versión de Robinson Crusoe, cuyo protagonista es el actor británico Peter O’Toole. En ésta hay una escena que me acompaña en la memoria desde hace años.Un actor negro que personifica a Viernes, el fiel compañero de Crusoe en la novela, se ha pasado toda la película hasta entonces sonreído de oreja a oreja, aún frente a las más diversas dificultades, pero ese día se desaparece y no llega a su trabajo donde el amo Crusoe lo ha esperado toda la mañana. Ya entrada la tarde, Crusoe va en su búsqueda y lo encuentra sollozando, en cuclillas, bajo la sombra de un árbol. A las preguntas del amo, Viernes le contesta que hoy no ha ido a trabajar y que se ha pasado el día allí llorando muy triste, porque hoy es el día del llanto, ese día en que lo dejamos todo y permitimos que la tristeza nos alcance y nos arrope. Es el da de llorar. El fiel Viernes le explica al sorprendido Crusoe que ésta es una costumbre que su tribu cumple celosamente para mantener el equilibrio de las cosas.

Pareciera que los venezolanos nos hubiéramos aprendido el guión de esta vieja película. 

Desde hace ya casi dos décadas, este día de llorar nos agarra sin compasión a todos y cada uno de nosotros, donde quiera que estemos. Una tragedia que entonces llamamos "vaguada", que comenzó en diciembre de 1999 y que no ha terminado aún, nos azota el alma sin descanso desde los comienzos del siglo XXI. En aquellos días fue un agua enfurecida que se llevó consigo a miles aún no contabilizados adecuadamente. Ríos desbordados y cañones que lanzan enormes piedras rodando cerro abajo por las laderas del Avila. Esa tragedia que no fue de Vargas sino del país entero, entonces y ahora. Ya desde antes, desde diciembre de 1998, y una tras otra, hemos vivido un verdadero rosario de calamidades. Ahora esta diáspora venezolana que se viste de vaguada. De tragedia. El desborde de una locura que se ha llevado consigo a millones de venezolanos lejos de su casa y de lo que creían era su futuro. En sus muchas y perversas formas, esa rabia despiadada que se nos echó encima, que nos ha ido destrozando por dentro y por fuera. Nos hemos defendido. Claro que nos hemos defendido. Pero nuestra defensa no ha sido aun ni suficiente ni coherente, a pesar del precio pagado por sostenerla.

Hay tantas razones por qué llorar. Es mejor pasar este duelo avisados, preparados para enfrentar las ausencias. Que nadie diga que no nos lo avisaron. El desarraigo es tremendo. No tener idea cierta de donde estamos parados. Esta diáspora tiene ya demasiados años rodando por encima de los venezolanos. Nos ha arrastrado a todos, estemos o no viviendo en el territorio nacional.

Yo quería envejecer en mi tierra, con mis hijos y nietos. En paz. Pero la vida se nos ha ido rompiendo en tantos pedazos que ya no es posible reconocernos en ninguno. Sin embargo, en gran paradoja, como casi siempre en estos casos, en cada pedazo nuestro somos nosotros por entero. Como minúsculos todos que se encuentran y se separan constantemente. La tarea por venir ya esta aquí y se reduce a darle sentido a este rompecabezas literal en el que nos hemos convertido. Siento que las emociones siguen su curso natural. Ocurren en la secuencia que les corresponde. Igual, nos duele mucho.

Se que este duelo incipiente es el preámbulo de una des-idealización que viene en camino.

Hoy recuerdo los muebles extraviados de mi abuela Nolita. Esta mañana amanecí dolida por mis bibliotecas y muchos de mis libros abandonados a su suerte en varios de los caminos transitados. Quedarse agarrada de los corotos no es ni nunca será mi estilo, con esta personalidad gitana que mis hijos conocen tan bien. Pienso en mis telas, mis materiales textiles reunidos por años de transitar este oficio, pienso en la obra de mi hija Corina, sus marcadores y pinturas, lienzos, bastidores, hilos y sedalinas de bordar, los centenares de envoltorios vacíos de muchos paquetes de harina PAN que reúno cuidadosamente desde hace años para mi trabajo textil. Todo quedo atrás. Esperando.

Hoy, después de muchas semanas de disciplinado optimismo, el duelo toca la puerta. Corresponde invitarlo a pasar.

Leo los textos heridos de Leonardo Padrón y Sumito Estévez que han rodado por las redes sociales. Leo los desgarrados insultos que mi amigo, el artista Carlos Quintana, echa al viento diariamente en Facebook contra un plan de cambio que acabó siendo de exterminio. Escucho los audios de artistas emergentes que cantan con un odio y sed de venganza que me repugnan y complacen en paradójica dicotomía. Es que los venezolanos estamos todos bastante chiflados.

Chiflados y tristes. Todos.

El nuestro es un duelo lleno de rabia. Aquí en Buenos Aires, en estas pasadas semanas del comienzo de nuestra nueva vida argentina, vemos al menos un venezolano al día con el cual nos cruzamos en nuestro camino. Caminando en la calle y escuchando el acentico por aquí y por allá en trocitos accidentados de conversaciones que te pasan por al lado. Despachando tus medialunas en la confitería de la esquina, una dulce niña de triste mirada, ésta es venezolana porque si, y en efecto en lo que abre la boca lo confirmas. La mesera que te atiende en un pequeño restaurante donde te refugias, huyéndole a este indescriptible calor de horno encendido que es Buenos Aires en verano, esa muchacha de trenza larga de medio lado que te sonríe franca y te pregunta si quieres algo frío para refrescarte, esta también es de Caracas, de Caurimare, acaba de llegar y se vino en autobús. Los muchachos gochos de San Cristóbal, estos que te traen una mesa que has comprado para hacer tus arreglitos de costura, el trabajo de una artista textil venezolana emigrante, que vuelve a comenzar cuantas veces haga falta, mientras el cuerpo aguante. Entonces… cuántos somos, por Dios, los que nos hemos ido de Venezuela? Parecemos muchos mas de ese diez por ciento que hablan en las encuestas que leemos.

Hoy hablamos de este duelo que compartes en los muchos abrazos y cuentos que van y vienen cada vez que te cruzas con un paisano. Y es que aprendemos a reconocernos desde lejos, en los más mínimos gestos. Este pasado sábado de Carnaval, caminamos por la calle de vuelta a casa y veo venir por la acera a un niño pequeño que viene disfrazado de algo verde con capucha y todo. El muchachito viene brincando y le huye a la mano de las dos mujeres, una mayor que la otra, que lo tienen flanqueado de lado y lado. Un carricito que salta y salta, cantando algo que no entiendo. A medida que se acercan, Corina me dice, “Mira, ese parece un chamito venezolano con esa brincadera que trae”. Y de pronto mi hija grita, “Pero mamá, si ésa es Sacha, de la Reveron…!!! ”. En efecto, mi alumna Sacha viene con su hijo disfrazado de Gekko y la otra mujer es su madre recién llegada, y son esta gente que se nos aproxima reconociendo ella ahora a su compañera de estudios y yo a mi alumna de Arte Textil, allá lejos en Caño Amarillo, en la amada escuela de arte Armando Reverón. En aquella otra vida. Gritos, abrazos, presentaciones, ojos aguados, cuentos que nos atropellamos en ambas direcciones. La mamá de Sasha se vino a cuidar a su nieto, tiene una semana aquí y se vino en bus por la selva amazónica. Todavía se le ve el susto en la mirada. Retuerce las manos delgadas en angustioso intento de describirnos la travesía. Ahora también nos estamos yendo los viejos. Dejamos atrás las casas, los vecinos y a los amigos de toda la vida, nuestros hábitos y lo que nos quedaba de las costumbres que nos hacían ser el nosotros que conocemos.

Y los que se quedan, que? Desde mi laptop y el celular veo a mi tía en Guacuco dando la pelea con sus clases de italiano en su casa, y te parece que como si nada. Escucho a mi hermana Alicia con ese entusiasmo de niña alegre que siempre anda con un proyecto nuevo, y te suena a que como si nada. Comparto casi a diario con mi prima Cristina, también desde allá en la isla querida de Margarita, los cuentos de las colas por el pan, la lucha con los precios, y de verdad te crees por un rato que se han acostumbrado a vivir de esa manera. Pero no es verdad. Nadie en Venezuela, ni los mismo adeptos que aún le quedan a este macabro y malhadado proyecto socialista, se quiere acostumbrar a vivir de esta manera. Nadie.

Este duelo nos ha arropado a todos. A los que ya no estamos. A los que siguen allá. A los que no saben qué hacer. A los que ya saben lo que harán. A todos.

Habrá que vivirlo y vestirse de oscuro. Habrá que esperar hasta que los días nos vayan regresando la serena aceptación de que esto es lo que hay.

Hasta entonces, reservamos una porción de nuestra alegría para cada llamada que hacemos, cada chat con la familia, cada vez que nos ponemos en contacto con la carencia y la rabia de este duelo compartido del que se aleja y del que se queda solo. Duele mucho. De ambas formas.

No hay de otra. Habrá que entromparlo. En eso andamos. Unos dias son, de veras, mucho mejores que otros. 

Igual, gracias. Siempre.


sábado, 3 de marzo de 2018

LA VIRGEN DEL VALLE EN EL BARRIO CHINO


Ayer se cumplieron dos meses de nuestra llegada a Ezeiza, el aeropuerto internacional de la ciudad de Buenos Aires. Esta llegada a la República Argentina ha estado llena de un sinfín de diligencias que hay que seguir haciendo para establecernos. Resolvemos tomarnos un descanso e invitamos a Alicia, una amiga argentina de Corina, a comer al barrio chino. Una extravagancia, con lo cuidadosas que intentamos ser con el dinero. Especialmente mientras no estemos produciendo, pero el esparcimiento se nos hace ahora mismo tan importante como el ahorro.  Esta salida sucedió ya hace varias semanas.  Se las traigo hoy.

De entre muchos restaurantes orientales que vamos viendo, escojo el mas hermoso que encuentro. Nos sientan junto a un jardín interior al fondo del local. La estamos pasando muy bien. La comida es muy buena y distinta a lo que conocemos. Las muchachas, sentadas frente a mí, están disfrutando mucho. Ya en la sobremesa, Corina abre su monedero y le muestra a su amiga las imágenes religiosas que carga en la cartera.
Veo con ternura que, como tiene varias, le regala a Alicia una imagen de Vallita, la Virgen del Valle, mientras le dice que Vallita la cuidará siempre. Me distiendo sobre mi silla, estiro un poco la pierna que ya ha comenzado a fastidiarme y me acomodo un poco ladeada. Es así como veo que detrás nuestro está uno de los baños del local. Una elegante señora mayor de largos cabellos rubios intenta abrir la puerta. Le sonrío y le digo que está ocupado, pues no hace mucho que vi entrar a una jovencita. Ella sonríe de vuelta y se acerca un par de pasos. Me queda justo al lado. Por supuesto, nos ponemos a conversar, qué más.

 “De dónde sós, de donde venís…”, lo habitual. Cuando escucha que soy venezolana y que allá vivía en la Isla de Margarita, dice que estuvo en la isla hace muchos años. Mientras, Corina y Alicia se entretienen con las estampitas religiosas, echándose sus cuentos mutuamente. Corina y Alicia están en lo suyo, dos mujeres jóvenes con intereses comunes, compartiendo una rica sobremesa, mientras esta amable señora argentina y yo ya nos estamos echando toda clase de cuentos mutuamente. Por supuesto, la conversación gira en torno a Venezuela, a Margarita.

Se desocupa el baño, pero la señora no lo ocupa. En lugar de ello, se me acerca un poco más y me dice en voz baja y tono cómplice que estando en la Isla ella compró una imagen de la Virgen, “esa virgencita bella del traje blanco, muy milagrosa la virgencita ésta…”. Con sorpresa le pregunto incrédula si se refiere a la Virgen Del Valle, la misma que en ese mismo instante he visto a las muchachas compartir a través de la mesa. Le pido a Corina que se la muestra. A la mujer se le ilumina el rostro y asiente sonriendo. “Sí, ésa, ésa misma. A mi me ha hecho un milagro enorme, me salvó la vida hace unos años”.

Me echo para atrás en la silla. Estamos en el barrio chino de Buenos Aires. Mi hija y su amiga están compartiendo a nuestra Vallita, mientras esta buena señora me cuenta que la Virgen del Valle le ha hecho un milagro en su casa de Dolores, entre Buenos Aires y Mar del Plata, aquí en Argentina hace unos años. Todo esto mientras nosotras hacemos la sobremesa del almuerzo, y ella está esperando el baño. La circunstancia se me hace, de por sí sola, bastante peculiar. La mujer sigue contando que estuvo enferma de muerte. Que desde su lecho de enferma le pedía a la imagen de Vallita que había comprado en su viaje a Margarita, y que había colocado en lo alto de un mueble de gavetas en su habitación a la vuelta del viaje, que no la dejara morir todavía, que la ayudara a recuperarse. “Y me hizo el milagro, señora. Nadie se explica cómo me recuperé. Sé que fue esa virgencita”. Me doy cuenta que no le sabe el nombre. “La Virgen del Valle”, le digo. “Sí, sí, esa misma.”

No me lo creo, pero sí, esto acaba de suceder. Una mujer mayor, de largos y cuidados cabellos rubios, esperando su turno para entrar al baño, en un restaurante del barrio chino de Buenos Aires, nos acaba de contar como fue que compró una imagen de nuestra Virgencita del Valle, en un viaje a la isla de Margarita hace muchos años, y de cómo en una gravedad de salud apeló a su ayuda, y de su curación, según ella, milagrosa. Todo esto, mientras mi hija y su amiga compartían en ese mismo instante la imagen de esa misma Virgen del Valle que tanto amamos.

Se abre la puerta del baño, la señora se despide. Se nos acerca más a la mesa y se va al otro lado a besar a Corina y Alicia, que la miran un poco desconcertadas. La señora nos da su nombre y dice que vive en Dolores, una población a medio camino entre Buenos Aires y Mar del Plata. Que allá tenemos donde llegar cuando queramos, que sólo preguntemos por el estudio fotográfico de Willy, que cualquiera nos indica como llegar. Ahora sí, nos deja todas besuqueadas y se mete al baño. Las tres nos quedamos mirándonos unas a otras. Esto que acaba de sucedernos es muy improbable que haya pasado. Pero pasó. No volvemos a ver a la señora, ni tampoco sé en qué momento salió del baño y se fue sin decirnos ninguna otra cosa, sin volver a decir ni adiós. Nos hemos quedado un tanto estupefactas. Pedimos una porción de torta de chocolate, el único postre disponible, lo compartimos y nos vamos. Somos las ultimas en salir del local. Las muchachas van alegres compartiendo la búsqueda de una Fanta Uva para Alicia. Yo, voy detrás un poco mas lenta con mi pierna accidentada, entre pensamientos de coincidencias que seguramente no son tales.

Así fue como esa tarde, en el barrio chino de Buenos Aires, decidí compartir en el blog que abrí hace un par de años cuando comencé a manejar Uber y Lift allá en el sur de Florida, en los Estados Unidos, lo alucinante de esta experiencia en Buenos Aires, Escribo cada mañana por varias horas. Sin embargo, no he vuelto a incorporar ningún escrito en el blog hace muchos meses. Parece que llegó la hora de desempolvarlo y abrirle sus paginas virtuales. En eso andamos desde hace varias semanas.
El regreso a casa en el subte se me hace mucho más corto que la ida. Nos despedimos de Alicia en la estación de Constitución, donde seguimos camino por la línea B y ella toma el suyo por la línea C. Ciudad de enormes contrastes como buena metrópoli gigantesca que es, Buenos Aires pareciera haber sido una estupenda elección para vivir esta tercera edad de la vida.

Por otro lado, me parece que ha llegado la hora de salir a decirle a esta nueva ciudad lo que puedo ofrecerle. He diseñado un par de volantes con dos destrezas con las cuales intentaré abrirme camino, ya que es más difícil que me den un empleo. Está bien. Lo prefiero de esta forma. Por un lado haré arreglos de ropa y, por el otro, consultas de Terapia Floral de Bach. Lo primero lo he ido aprendiendo de tanto coser. De lo segundo tengo los dos primeros niveles y haré el tercero y último aquí en Buenos Aires. Para ello, ya contacté a la persona más indicada a través de mi maestra, Mariaelena Núñez. Entre una y otra cosa, en el tiempo habré establecido una clientela y una fuente de ingresos. Otra cosa que estoy estudiando, es vender las muchas cosas que fabrico con mis manos en un puestico de fines de semana en el Mercado Callejero de San Telmo, donde vivimos. También las ofreceré por varios portales de internet. Estoy muy entusiasmada. Ya he comenzado a hacer una serie de alfileteros colocados en tazas y platos de desecho, cositas que conseguí en un lugar verdaderamente maravilloso. Pero ése es otro cuento, para otro día.

Mientras, nuestra Vallita nos acompaña desde lo alto del mesón de la cocina. La Coromoto apoyada en la pared es mi compañera mientras preparo nuestras comidas. Ahora la argentina Señora de Luján también se nos ha unido en este círculo femenino que protege a mis muchos amores, ahora regados por todo el mundo. 

Muchas gracias, hija. Todo pareciera indicar que Corina me incluyó en sus planes justo a tiempo. Vinimos a vivir, me dijo. En esas andamos. De nuevo, siempre, gracias.