sábado, 24 de abril de 2021

VIVO EN UN PAIS ROTO

Vivo aquí por escogencia. Vivo en un país roto.  Sin embargo, no estoy rota. Soy una mujer fuerte y sana por dentro y por fuera, con algunas cositas que arreglar. Considerando, estoy bastante bien. Me he dejado crecer el pelo (no me gusta llamarlo cabello), lo tengo completamente blanco al natural cero tintes ni cortes raros, me lo amarro con una cola que hice con un elástico con el cual hacía unos tapabocas. Vivo en Caracas. 

Amo a esta ciudad llamada Caracas, y también amo sus alrededores. Lo sé cada mañana y cada noche. En las tardes lo siento menos, pero todo el día siento con mayor o menor intensidad esa cosa que me aprieta el pecho sólo por estar acá, en Venezuela, y en Caracas.

Me gusta el norte de la ciudad. Caracas es mi lugar favorito en todo lo que conozco del mundo, en competencia con la sensación del silencio en los pasillos de la Tate Gallery en Londres, y el goce de las tiendas de perolitos viejos del mercado de San Telmo, en Buenos Aires. Amo moverme y mudarme. Amo viajar y montar una casita en cada mesa de noche a donde llego. Llegar a Caracas tiene mucho de parada definitiva y lo siento en cada hueso del cuerpo. Lo veo en mi mesa de noche caraqueña.

Ahora no estoy viviendo en el norte de Caracas, pero le veo desde una privilegiada ubicación desde el sureste. Miro al norte con permanente sorpresa de lo mucho, muy feliz, que me hace ver ese cerro tan grande. El Ávila se despliega casi completo desde Catia hacia Guarenas frente a la parte trasera de esta casa donde ahora vivo. Hace nueve meses que miro a nuestra montaña con un amor que me llena el alma de ternura cada cinco minutos. Hace cuatro meses mi panita Jorge Gan me operó las cataratas de ambos ojos y de pronto volví a ver cuántos tonos de verde había en cercana la mata de mango de esta casa y el lejano cerro que nos cobija por el norte en este valle.   

Tengo tres semanas cosiendo estrellitas, sólo siete, alrededor de imágenes frescas de amarillo, azul y rojo. Me gusta lo subversivo del gesto, de que sean sólo siete porque me da la gana y porque no acepto que se me diga cómo es la cosa desde el resentimiento y no de desde la razón. Aunque sobren razones para justificar el resentimiento, no me importa. La razón siempre debe privar. De lo contrario el diálogo se vuelve lucha, la lucha, revolución, y la conversación entre las partes desaparece para darle paso a una gesta genocida de un sector sobre el otro. Te lo impongo por la fuerza y si no lo aceptas por las buenas, te golpeo e intento destruirte. Si no puedo destruirte, entonces te aparto y te ignoro.  

Así mató Caín a su hermano. Así te pega la primera vez el padre de tus hijos. Así lo dejas de amar y respetar en ése preciso lugar y minuto. Así se muere uno un poquito con la primera mentira que le descubres a alguien a quien le has abierto tu corazón y el de tus hijos. Porque el miedo y el rencor siempre van de la mano con la violencia y la mentira, especialmente cuando éstas son agresivas y no defensivas. O siempre. No lo sé. Tampoco importa demasiado a estas alturas.

Lo que sé con mucha certeza, es que la vida es mucho más complicada de lo que te cuentan en la infancia, menos de lo que sin embargo te parece en la adolescencia, y totalmente distinta a lo que te convences que es la vida adulta cuando pasas los sesenta y cinco, y sigues vivo para tu mayor alegría y susto.

Mi papá se murió de miedo a los sesenta y cinco, por eso vivo cada día en el presente, porque comprendí con su muerte que nada debe darnos más miedo que el miedo mismo, y que el futuro no existe sino para ahorrar dinero y haber guardado para tener un techo propio y seguro sobre la cabeza, además de poder pagarte un seguro de salud suficientemente bueno. Si no tienes estas seguridades a futuro, no te queda otra que mirar adelante con los pies ligeros, ojos bien abiertos y una super sonrisa en el corazón, porque lo que viene es joropo sin duda ninguna. Hay que prepararse para bailar.

Hace unos cuantos años, hice caso a voces que me aconsejaron lo que creyeron era lo mejor para mí y mis dos hijas, y vendí todo lo que había logrado asegurarme para la vejez para regresarme a vivir en el sueño americano, lo cual nada tiene ni tendrá nunca mucho que ver conmigo. No le hice caso a una vocecita loca que cargo dentro, que me hablaba sin parar y que entonces me decía que no me no me moviera más, que me quedara quieta, que me sentara a escribir y a repensar mi trabajo, mi obra visual y mis escritos. Que cuidara el inmenso regalo que me habían hecho en el último divorcio al garantizarme el techo y el sustento. Que dijera lo que vine a decir y lo dejara bien dicho. No. Seguí corriendo y dando vueltas alrededor de mi cola y fue entonces cuando me caí de bruces. Todavía me curo los raspones de semejante caída, pero ahora escucho con más respeto a esa vocecita que está también bastante más cansada y asustada con mis loqueras. Me ha costado convencerla de que siga conmigo y no me abandone. Que confíe en que estoy siendo mucho más seria con este proyecto de ser quien soy y salir bien parada de haberlo averiguado. Estoy ahora en el proceso de aprender a defenderlo.

Vivo en un país roto que no quiero reparar y del cual no espero casi nada, sino amarle y ser amada por éste. Es un lugar chiflado, que nunca fue relevante hasta que se volvió titánicamente indispensable, para luego no tener ni idea de qué hacer con semejante relevancia.

A la pobre Venezuela le ha pasado esto dos veces en su historia y las dos veces ha puesto dos gigantescas tortas: después de la gesta independentista del siglo XIX, y con el boom petrolero de mediados del siglo XX. Mucho con demasiado para tanta juventud y belleza. La torta, pues. Vivo en las ruinosas consecuencias de semejante adolescencia social, mientras veo cómo Venezuela intenta hacerse un adulto responsable de su propia vida, asume sus errores e intenta corregirlos al tiempo que se desliza por un barranco de lamentables consecuencias sociales, culturales y afectivas.

Todo se cae a pedazos a nuestro alrededor en esta tierra ahora casi sin gracia. Sin embargo, para nuestra mayor sorpresa y felicidad, aquí sigue vivito y coleando ese nosotros mágico maravilloso que somos y hemos sido desde el primer día. Nos lo olemos unos a otros, con alegría y medias sonrisas.

Y así vamos, poco a poco, de brinco en salto, mientras Tío Tigre y Tío Conejo se ponen de acuerdo para la próxima aventura juntos en cada uno de nosotros, sus hijos y orgullosos herederos. Mientras tanto, sigo mirando hacia adelante, agradecida con los verdes insólitos que descubro a cada rato, por esas guacamayas que cruzan el cielo frente a nosotras en esta casa, y con los extraordinarios camburcitos manzanos que se consiguen en la muy extraña frutería que queda cerca de la bomba en Las Acacias, donde pongo gasolina subsidiada cuando el calendario oficial dice que me toca por el número de placa de mi carrito.

Unas de cal y otras de arena. Como un albañil de la madurez, así va uno rellenando las grietas de esta vida rota que nos tocó vivir. Sabes ahora sonreír desde el corazón, mientras aprendes a bailar. Eso está buenísimo.

Gracias. 

Caracas marzo-abril 20121

sábado, 27 de febrero de 2021

 


                                   (escrito hace poco más de un año)


HUECOS, VACIOS Y PARADOJAS

Caracas, enero 2020

Al regreso de la pausa que es cualquier viaje, siempre tendrás que adaptar de nuevo tus pequeñas rutinas. Eso pensaba frente al espejo sobre mi lavamanos, cuando recordé avisarle a mi mamá que había llegado bien a casa. Así de golpe, dos enormes lágrimas hirvientes. No habrá más llamadas. Se acabó la complicidad de eso que sólo ella y yo sabíamos. Vengo de vuelta del funeral de mi mamá en Miami. Agarrada al borde del lavamanos miro mis ojeras en el espejo. El enorme hueco de la orfandad se me extiende por el pecho. Ausencias que quizás sea lo que nos define. Mi hermano Juan hizo posible que todos los cinco hermanos nos reuniéramos, llevándonos a Alicia y a mí para reunirnos con los demás allá en Miami.

En fin, estoy de regreso en Caracas. Mi madre murió lejos hace poco más de dos semanas. Días de vacíos y de huecos. De evaluar y sacar cuentas. Revisar y evaluar la situación en la que me he ido metiendo. ¿Cuáles son las tareas pendientes ahora de vuelta en Venezuela? Aquí en Caracas hay tanto que no hay. Tanta ausencia. Tanto hueco. Para donde mires, sin embargo, verás soluciones a esos vacíos: desde mermeladas caseras hasta soluciones digitales, toda clase de respuestas que intentan volver a poblar lo que se quedó solo.

Resulta curioso sentirse bien acá, en medio de una situación tan exigente, donde tantas veces a tu audacia está obligada a ganarle la partida al susto. Hacer arqueo de caja con frecuencia como estrategia para serenarse, hago un recuento constante de lo que tengo en favor nuestro: la fuerza que llevo dentro, el apoyo de mis hijos mayores, la compañía de mi hija menor, estar en malo conocido, mi carrito Toyota Starlet de 1998, el anexo donde vivimos, la red de afectos que hemos construido. Se necesita mucho apoyo en esta campaña de buscar refugio en una ciudad desamparada, donde todo parece estar a la buena de Dios.

Esta ciudad fea y hostil llamada Caracas, que puebla un lugar hermoso, mágico que geográficamente también se llama el valle de Caracas. Calles y gente llenas de huecos. Para donde veas siempre hay algo roto. Pero, también ves gente estupenda llena de alegría y coraje. Vives en una amable temperatura todo el año, rodeada de paisajes verdes, azules y naranja rojizo que quitan el aliento. Por doquier consigues unas cocinas que se saben mover con una maestría intuitiva dentro y fuera de los sabores locales. Una y otra vez no te queda otra que decirte a ti misma que Venezuela es simplemente increíble, y que la ciudad de Caracas, es un guiño a todo lo posible.

Desde hace un año manejo mi carrito viejo por esta ciudad.  Huecos asombrosos y rutinarios de hasta veinte o treinta centímetros de profundidad y casi un metro de ancho, en medio de cualquier vía, que van aflojando todo en el carro y en tu cuello. Alcantarillas redondas sin tapa y sin fondo. Huecos largos y huecos anchos, los hay superficiales, los hay profundos, surcos en el asfalto que se van volviendo canales y rasgaduras en calles y avenidas. Los inexistentes sellos en las juntas de dilatación en los puentes elevados y los pisos altos en las vías de esta lastimada ciudad, son un constante castigo para los amortiguadores del carrito y la columna vertebral de cualquiera. Te aprendes los huecos cuando ya has caído dentro demasiadas veces, y cada día hay huecos nuevos por conocer. Se aclimata uno rápido a esta adversidad.

Otra historia es la gente, que también está muy lastimada. La encuentras por todas partes con sus huecos, unos visibles y otros no tanto. Enormes vacíos en el espíritu de esta nueva sociedad venezolana. Ves con asombro como la ausencia de escrúpulos crece a tu alrededor. Náusea de volverte así. Varias veces al día en silencio digo que no. Aunque el cansancio, la frustración y la desesperanza han abierto enormes huecos en el alma venezolana, la gente no tira la toalla en este país del asombro, y responden agradecidos a cada sonrisa que les compartas. Aunque el abandono y la desidia de la infraestructura te determinan la vida en esta pobre ciudad, miles de personas a diario no se dejan paralizar por semejante destructividad, y la sufren en medio de cómplices mentadas de madre colectivas a los sinvergüenzas que han terminado de arruinarnos la vida urbana y la poca convivencia sana que nos quedaba.

Es que, como dice mi hermano Juan, el comunismo no cree en el mantenimiento. Le agrego que tampoco cree en los valores morales y espirituales del individuo. Sólo cree que el “proceso político” es lo único importante. Sólo esos valores son pertinentes. La destrucción de lo que había y la sustitución por este “hombre nuevo” que no sabe de dónde salió ni para dónde va. Aquí ese desconcierto se ha vuelto lo cotidiano.

Al hueco del duelo por mi madre que cargo dentro, ahora se une esta sensación de salto al vacío. Ausencias de estructura, seguridad y coordinación que se nos abren bajo los pies. Vértigo de no ver coherencia en ninguna parte. El caos como norma. La mentira como verdad. Es desesperante. Hay que aprender a vivir así. En eso estamos.

Amanece una bonita mañana caraqueña de enero. Tres guacamayas azules y amarillas pasan volando hacia el Ávila. Ese amado tono rosa en el cielo conocido. Ojalá yo pueda aprender de los huecos en los que he caído. Ojalá pueda reparar los pobres amortiguadores de mi carrito. Ojalá resulten verdades tantas embustes que escuchas a diario. Ojalá.

Mientras tanto, escribo mucho, bordo y coso todo lo que puedo. Tengo trabajo que atesoro y me gozo muchísimo. Cocino sabroso, casi todos los días. La música me acompaña. Abrazo a los afectos que se dejan querer. Ando lo más ligera posible. Seco mis lágrimas y también las ajenas. Mi madre era una mujer fuerte, buena e inteligente. Ella fue una adversidad llena de amor que me enseñó a perdonar. Caigo en cuenta que tengo varios días llenando su vacío con nuevas imágenes y recuerdos. Un enorme agradecimiento me llena el corazón mientras cierro esta crónica.

No soy buena persona por accidente sino por aprendizaje y elección.

Estoy donde corresponde estar. Sentir ese compromiso, aunque sea sólo eso, se siente bien. Ayuda, y mucho.

Gracias.   


viernes, 29 de enero de 2021

CATARATAS

 

Cataratas y otros eventos de la madurez

"La libertad solo se obtiene a costa de la incertidumbre"

                                                           Zygmunt Bauman

 

Es fácil entender que cuando operan tus ojos de cataratas, y luego te insertan en lugar del cristalino opaco una eficiente lente multifocal, recuperes la visión de hace lo menos cuarenta años. Mientras tu primer ojo operado se recupera del trauma sufrido en quirófano, y tú también, lo que parece un poco más complicado de asimilar es el hecho simple de volver a ver bien.

Escribo todos los días desde hace mucho tiempo. Lleno cuadernos y libretas de mis notas madrugadoras, una suerte de compendio del día anterior, de planes y sueños para los días por venir, observaciones del entorno, quejas, lamentos y alegrías acerca de la vida diaria. Cada día cuando abro los ojos y me voy adaptando lentamente al cambio del sueño a la vigilia, estiro el brazo y apago la máquina CPAP para respirar bien mientras duermo, suelto de sus velcros las tiras que sostienen esa máscara que ya forma parte de la noche sobre mi cara, y busco el celular para ver la hora. Cada despertar lo mismo, día tras día, donde quiera que esté, cada mañana. Los lentes de lectura aparecieron cerca de los cuarenta, y desaparecieron la semana pasada.

Desde muy jovencita, por allá al comienzo de los años setenta, me sedujo el bordado. En El Libro Italiano, en Sabana Grande, conseguía revistas Mani di Fata que conservo a pesar de las decenas de mudanzas, varias inclusive de país. Así será la pasión por este oficio. Un vicio de telas, hilos y agujas. Lentes de presbicia también para dar puntadas y a veces coser a máquina.

Cargo un libro de turno siempre que vaya a donde haya que esperar. Desde que los celulares ocupan casi todo el ocio en los tiempos de espera, es más de bicho raro eso de sacar un libro y ponerse a leer. Los libros también han estado siempre ahí, casi los mismos, desde la carrera de Letras hasta el día de hoy.

Cuando llegas casi a los setenta años, un día caes en cuenta que tienes mucho que ver hacia atrás, Algunas miradas son muy gratas, otras te traen tristeza y también hay ahora certidumbres que nunca estuvieron allí, certezas que han sustituido a ciertas preguntas, y en mi caso, un apego y un desapego que se mantienen en una nueva pugna por convencerme de qué conservar, dónde vivir y a quién seguir amando, La vejez es de todo menos aburrida. 

 

Caracas, 22 noviembre 2020