domingo, 20 de mayo de 2018

RETRATOS - GUSTAVO

Esta ciudad es alucinante. 

Para empezar, no permite que termines la luna de miel con ella. Te sigue sorprendiendo y seduciendo, te hace trampitas y te da lecciones, no deja que pierdas el interés en sus muchas facetas. Te atrapa. 

Durante casi cinco meses me he preguntado, una y otra vez, si me podré quedar un rato largo en Buenos Aires. Le convendría a mis pies y a mi espíritu. Me gustaría. He tenido dudas. Muchas. De todo tipo. Entonces sucedió algo inesperado que me ha hecho pensar que sí es posible. Porque una tarde en un café de San Telmo me dí cuenta que estaba haciendo retratos. Que sin proponérmelo, ando por ahí retratando con mis palabras a esta gente que me es totalmente nueva, en esta vida que ahora vivo en el Sur del Sur, en Argentina. Desde entonces, a veces me parece que sí, que me podría quedar un buen rato en Buenos Aires. Porque venirse a vivir a Argentina no es solamente cambiar de ciudad, ni tan siquiera de país. Vivir en el Cono Sur es, literalmente, vivir en otro planeta. 

Buenos Aires es enorme. Plana. Húmeda. Mezclada. Extranjera. Orgullosa. Amigable. Confusa. Accesible. Dulce. Triste. Furiosa. No puedes dejar de verla.

En mi nueva vida de peatón, la calle y sus transeúntes me tienen atrapada haciendo esto, retratos. Ahí va el primero de ellos.

GUSTAVO

Salgo del interior del cajero automático, que aquí siempre están resguardados en el interior del banco y jamás al aire libre, a una lluviecita tenue y helada. El día se anunciaba frío pero está bastante más que eso. Me vuelvo a poner la bufanda alrededor del cuello y abro la sombrilla nueva que funciona de maravilla. Le veo parado junto a un carro viejo que está improbablemente estacionado en la calle justo frente a la salida del cajero, en zona prohibida para ello. De hecho, el joven está apoyado en el poste en cuyo tope está el letrero que avisa la prohibición. Su gorra tricolor lo delata y cuando le paso a un lado le digo en voz alta, "Me gusta tu gorra, chamo", y le sonrío mientras sigo caminando calle abajo hacia la enorme avenida 9 de Julio. 

Una mano me agarra del brazo. El muchacho me ha seguido los pocos pasos que he andado y me está tocando suavemente mientras me pregunta, "No le entendí, disculpe, qué me dice senora?". El susto sólo se me pasa cuando veo sus ojos de venado aterrorizado. Lo tranquilizo y le explico que soy paisana y que su gorra le delata. Que es un chiste, que intentaba parecer simpática. 

"Es sólo que me gusta encontrarme a un venezolano, que por eso tu gorra me gusta", le vuelvo a explicar. 

Estamos los dos casi bajo mi sombrilla. Entonces, sucede. El muchacho se quita la gorra de la cabeza y me la pone en la mano. "Tómela, se la regalo." Por supuesto, no la acepto. Con varias bien estructuradas protestas me resisto a recibirle el regalo. Intento volver a explicarle lo que ya le he dicho. Nada. Este jovencito me regala su gorra y la tengo que aceptar. Así de resuelto está a dármela. Entonces la tomo de su mano. La gorrita tricolor está mojada y algo sucia.

"Vengo con ella puesta desde que salí de Venezuela", me explica un poco apenado. "Y cuánto tiempo tienes acá?", le pregunto. Aún no he podido ni preguntarle su nombre porque todo ha sucedido tan rápido. Estoy como aturdida. Lo que más me tiene atontada, me doy cuenta, son los enormes ojos oscuros y tristes, cansados, de este jovencito. Estamos muy cerca uno del otro, los dos bajo mi sombrilla marrón. "Llegué hace quince días pero salí de Turmero hace como un mes. Me vine por tierra." La lluvia arrecia y seguimos allí, a pocos pasos del carro viejo y del letrero que prohíbe estacionarlo en ese lugar. "Y que estás haciendo parado aquí?", todavía no se me ocurre preguntarle su nombre. "Estoy cuidando el carro, mi primo está sacando plata del cajero y hay mucha cola allá dentro." Claro, cómo no se me había ocurrido. Carro mal parado frente al cajero, con chamo recostado del poste donde se explica claramente un "Prohibido estacionar" evidente, tiene que ser venezolano. Aunque no hubiera cargado puesta la gorra. Mala mía. 

Ahí sí, entonces. "Y cómo te llamas?". Gustavo. "Mira, Gustavo, me encanta que me regales la gorra pero de veras no la puedo aceptar. Es tu gorra, acabas de llegar." Los ojos del muchacho me agarran por sorpresa, "Por eso mismo, senora. Se la regalo. Tengo que quitarme a Venezuela de encima, si no, no me voy a acostumbrar aquí. Esto es muy difícil, dona." Sus ojos oscuros están mucho más negros. Estamos tan cerca que parecemos amigos de toda la vida conversando bajo la lluvia en plena calle de esta Buenos Aires que ahora nos hermana. Yo podría tranquilamente ser su abuela. No debe tener más de veinte, yo casi sesenta y cinco. Nuestro país nos bota sin misericordia ni discriminación ninguna. 

"Estás trabajando, Gustavo?", la pregunta obligada. "Sí, senora. Ayudo a mi primo con su negocio. Vende cosas por internet. Ahora mismo está sacando efectivo porque vamos al puerto a retirar un bulto de setecientos kilos de Harina PAN." De a poquito, la lluvia fuerte se tranquiliza y se transforma en la tenue garúa que me acompanó desde la casa al banco, hasta que deja de llover mientras hemos estado conversando. Cierro la sombrilla y me pongo la gorra, hasta entonces en mi mano. Está un poco grasosa. Sudor, supongo. No importa aunque si me importe. Ya me la he puesto.

"Me permites que me tome una foto contigo y mi nueva gorra?, le pregunto. Estamos de regreso junto al desvencijado carro de su tío, que aún no aparece por todo eso. "Es para mi blog", le aclaro. "Qué es eso?", me pregunta. "Qué?", digo incrédula. "Eso, un blog, qué es eso?, me sorprende este jovencito.  Me entra una rabia tan entremezclada con tristeza que ni me molesto en aclararle el tema. "No, nada, Gustavo una foto para ensenarsela a mi hija. Para que vea quien me regaló su gorra", le digo por toda respuesta. Nos tomamos la foto. La revisamos juntos. Veo en la pantallita mis ojos llenos de lágrimas. Me despido con un beso y un abrazo venezolanos, de esos así medio apretados. Con efecto cierto. Sigo mi camino de regreso a casa. Voy tragando grueso.

Si andas por tus veinte en 2018, has vivido toda tu vida en la zona central e industrial de un país teóriamente en desarrollo, no en medio de la selva amazónica, y no sabes lo que es un blog, es probable que se deba a que has sido obligado a vivir adrede en un retraso tecnológico que haga más sencillo poder controlarte por lo más básico: tu hambre.  

También me doy cuenta mientras voy caminando, que es posible que sólo hayan hecho falta quince días para que Gustavo haya comenzado a intuir y percatarse de semejante monstruosidad. Las conversaciones con su primo, este negocito de vender por Internet, la enorme Buenos Aires, sus vistosos y variados aparadores, vitrinas, luces y movimiento, que hablan callados de una vida que tiene a Gustavo con esa mirada oscura. Hay enganos que no se pueden perdonar así no más. 

Creo que por eso regaló la gorra en lo que pudo, probablemente sin entender muy bien por qué lo hacía. No importa. Una pulsión de rabia y desencanto. De revancha contenida. Eso mismo que siento haberme llevado puesto en la cabeza mientras me alejaba de mi nuevo amigo de Turmero, al que con la rapidez con que sucedieron las cosas, ni siquiera le pedí su teléfono. Doblé la esquina de la 9 de Julio, y fuera de su vista, me quité la gorra y la guardé en la cartera. 

Así anduve hasta el siguiente paso de peatones para cruzar la avenida. Entonces, volví a sacar y me puse de nuevo la gorrita tricolor, acomodándola ahora mejor a mi cabeza, con la cinta ajustable en su parte de atrás. Sigo mi camino.  

Pareciera que recoger este desencanto, y hacerlo propio para ver qué saldrá de allí, se agrega a las muchas inesperadas tareas del viaje que hacemos lejos de casa. La gorra sudada y sucia de Gustavo, el chamo de Turmero, estado Aragua, está ahora mismo en mi cesta de la ropa para lavar. No me pasa desapercibido el detalle. La lavaré y la llevaré puesta con gusto. 

Si es cierto, y creo que sí, que nada se pierde, que todo se transforma, entonces es posible que el desencanto y la rabia de los muchos Gustavos que estas pasadas dos décadas venezolanas han dado a luz, se transformen también en algo productivo aún por verse y comprenderse mejor. 

La llevaré puesta por su justa indignación. Por la mía propia.

Como silenciosa revancha. Esas que más mueven. 

Gracias por estar ahí con nosotros. Un abrazote.




sábado, 12 de mayo de 2018

EL ARTE DE AMARGARSE LA VIDA (O ULISES COMO “ROLE MODEL”)

Regreso al blog luego de dos semanas de silencio. Aquí las cosas han estado intensas. Después de muchas cavilaciones, he tomado dos decisiones personales importantes: la primera, regresaré a Venezuela, y la segunda, no amargarme la vida por ello.

En medio de mis cavilaciones de las pasadas semanas, recordé un librito que me recomendó  hace tiempo Fernado Quiróz, extraordinario medico psiquiatra venezolano, "El Arte de Amargarse la Vida", de Paul Watzlawick   (https://www.lectulandia.com/book/el-arte-de-amargarse-la-vida/). No lo tenía conmigo, así que me puse a buscarlo y lo encontré en archivo PDF en internet. Leyéndolo recordé también la magnifica analogía que hace el poeta alejandrino  Konstantin Kavafis acerca de Itaca, la isla de Ulises, su hogar. Recordé también que Itaca no es otra cosa más que el viaje en sí mismo, como lo expresa tan bellamente Kafavis en su poema. Así se me pasó un poco la desazón. La tristeza y las dudas se fueron a descansar por un rato.

Argentina es interesante. Los argentinos, adorables. Buenos Aires, fascinante. Sin embargo, no me quedaré en Argentina. Ahora lo sé. Aun así, con todo y sabiendo esto, seguiré en Argentina por mucho tiempo más. Porque todavía tengo qué hacer acá. Porque me niego a sentirme con el desasosiego de la duda perenne. Viviré en Buenos Aires el tiempo que sea, un día seguiré camino y quizás entonces llegue a Caracas. Seguramente. Bueno, algún día. Eso creo. O quizás ni siquiera entonces habré llegado a mi ciudad para quedarme y morir allí. Tal vez para ello todavía falten puertos y aventuras en este viaje. Estos días pasados me di cuenta de que esto es así, que no importa. Que es bueno saberlo y aceptarlo con alegría.

Llegar a esta sana y difusa conclusión negociada conmigo misma, me ha llevado un par de semanas en casi completo silencio, dos pleitazos con Corina y un montón de  lágrimas. 

La tarde que recordé este librito genial, me fui corriendo al locutorio cercano (forma coloquial argentina de llamar a los centros de llamadas y copiado)  e imprimí un ejemplar. De regreso en casa, me lo leí de una sentada. Lo he podido leer gratis en el link que les escribí antes, pero es que disfruto tantísimo leer tocando el papel. Este libro fue escrito por un simpático psicoterapeuta norteamericano, del llamado "Grupo de Palo Alto", de evidente origen centro europeo con ese apellido. Parafraseando la nota del editor original del libro, éste "se puede leer medio en broma y medio en serio".  Sus "páginas maliciosas" están literalmente llenas de "formas de hablar del hemisferio derecho", con lo cual uno se hace el mejor favor del mundo al leerlo: reírse de uno mismo. 

Me he aprendido a reconocer como una mujer inquieta, muy inquieta, que ahora, de grande, de vieja, me gusta mucho ser. Sí, tengo el alma inquieta y medio errante. Me gusta moverme, mudarme, instalarme, enamorarme de lugares y gente, hacer amigos, conversar, volver a hacer las maletas... y seguir de largo. 

No me hace bien sentirme exiliada y mucho menos refugiada. En absoluto. Prefiero saberme de viaje. Un viaje largo lejos de casa, una casa que paradójicamente ya no tengo pero que tampoco nunca dejaré de tener. Con la familia, los amores, los afectos y los amigos atomizados por el mundo entero. No quiero sentirme una más en una dolorosa diáspora que no puede quitarle los ojos de encima a Venezuela, mientras intenta seguir mirando hacia adelante y no desnucarse en el camino. No. No me hace bien. Prefiero a Ulises como “role model”.

Por eso escojo ser una viajera, que adora a Buenos Aires, que se hizo más fuerte en Florida, que ama a Caracas, que anhela regresar a Margarita, que no sabe cómo vivir sin Londres, que tiene un pie en América Latina y otro en Europa. Así me siento menos mal y puedo cargar el enorme peso de haber perdido aquel  país que conocía, y no poder casi reconocerlo en este nuevo lugar descosido por todos lados, un lugar al que, sin embargo, amo con una pasión que me sobrepasa. Porque claro que la conozco, aunque me cueste tanto reconocerla. Mas aun, reconocerlo como mi tierra. A dónde pertenezco. Sin remedio.

Venezuela viene casi cada noche a mi almohada. Duerme conmigo. He pasado muchas noches en esas casas que quedaron atrás, sentada en muebles que desaparecieron, hablando con vecinos que ya no lo son, de quienes no he sabido nada en tanto tiempo. Sin embargo, ahí vienen los amigos de siempre a conversar, a tomar café, a mirarnos en los cuentos que nos echamos. En las aventuras que nos trae la noche. Tantos lugares, eventos y gente que había olvidado que recordaba. 

Porque no quiero ser emigrante. Prefiero ser una viajera. Me lastima menos. 

Leyendo el librito de Watzlawick te das cuenta de que es -verdaderamente- "up to you". Es uno el que decide lo que le da la gana de ser. O no ser. Cómo vivir. Qué sentir. No hay plantillas que nos sirvan a todos. En esto mis hijos me han dado las mejores clases magistrales al respecto. He aprendido que cuando los hijos se toman el trabajo de volverse tus maestros, mejor es poner atención a lo que dicen porque entonces uno está mucho más cerca de estarse volviendo su amigo además de su mamá. Eso es delicioso y compensa tantos desvelos y calenteras. Vale la pena. 

Por eso mismo digo, que si yo decido que soy viajera y no emigrante, que si me da la gana de creer que regreso a Venezuela en lo que me parezca y me llegue la hora, eso mismo será lo que tendré en mi corazón. Dicho sea de paso, saber que me regreso a Venezuela cuando toque regresar, y haya llegado ese día, me hace mas llevadero el inevitable sufrimiento que es Venezuela ahora mismo. Es así como he podido seguir viviendo medianamente bien con el inevitable sufrimiento que significa dejar todo y a todos atrás. Así lidio mejor con todo esto. 

Me niego a dejarme asfixiar por la tristeza. Por eso soy viajera y no emigrante. Por eso mismo he logrado ver con inmensa alegría que estando acá puedo servir de algún alivio en medio de un caos que, aunque lo tenga, nos parece a todos donde sea que estemos, no tener un final a la vista. O cualquiera de las muchas maneras en que seguimos presentes y al lado de nuestra gente querida.

Pensando en esto se da uno cuenta de que que haber emprendido este viaje tiene sus razones. Que en esas mismas razones quizás resida el aprendizaje. Por qué no, hasta su encanto. Se va una, entonces, serenando de a poquito. Le va uno encontrando "el queso a la tostada" en medio de tantas preguntas sin respuesta aparente. Habrá que repensar el viaje. Tomar nota de lo que el camino me quiere mostrar. Reposar el cuerpo y el alma cuando se necesite. Aprender a estar presente aún con la mirada del alma en otro lado. Es en el viaje en sí mismo donde pareciera estar la clave.

Ya lo dice R.L. Stevenson "It is better to travel hopefully than to arrive", citando un sabio adagio japonés. 

Para explicarme mejor, me valgo de un poeta alejandrino que desde el día que lo leí por primera vez, me puso una mano en la espalda, y me ha empujado suavemente por la vida, Konstantínos Kavafis.  Aquí les dejo.

Un abrazo a todos.

Ítaca
Si vas a emprender viaje hacia Ítaca,
pide que tu camino sea largo,
rico en experiencias, en conocimiento.
A Lestrígones y a Cíclopes o al airado
Poseidón nunca temas:
no hallarás tales seres en tu ruta
si alto es tu pensamiento y limpia la emoción
de tu espíritu y tu cuerpo.
A Lestrígones ni a Cíclopes, ni al fiero Poseidón
hallarás nunca
si no los llevas dentro de tu alma,
si no es tu alma quien los pone ante ti.
Pide que tu camino sea largo,
que numerosas sean las mañanas de verano
en que con placer felizmente arribes
a bahías nunca vistas.
Ten siempre a Ítaca en la memoria.
Llegar allí es tu meta,
mas no apresures el viaje,
mejor que se extienda largos años,
y en tu vejez arribes a la isla
con cuanto hayas ganado en el camino,
sin esperar que Ítaca te enriquezca.
Ítaca te regaló un hermoso viaje,
sin ella el camino no hubieras emprendido,
mas ninguna otra cosa puede darte.
Aunque pobre la encuentres, no te engañaría Ítaca.
Rico en saber y en vida como has vuelto
comprenderás ya que significan la Ítacas.

Konstantin Kavafis (1863-1933)