sábado, 9 de junio de 2018

HOY HABLO SOBRE MI

Soy escritora. 

Desde niña supe que lo soy. Recuerdo que una tarde en el patio del recreo en el colegio donde cursé la primaria, alguien me preguntó qué haría de grande, creo que una maestra, quizás alguna de las monjas. Respondí que estudiaría "Fisolofía", "Filosofía", me corrigió entre risas ese adulto sin rostro en mi memoria. Olvidé al interlocutor pero nunca he olvidado ese episodio de la infancia. Debo haber estado en tercero o cuarto grado. Seguramente esa información provino de alguno de mis padres, o de mis abuelos paternos, con lo cuales pasaba mucho de mi tiempo cuando niña. Estaba repitiendo como un lorito, diciendo mal el título de lo que habría de ser mi carrera universitaria, Letras, conocida en los años sesenta como Filosofía y Letras, separadas luego de la renovación universitaria por aquellos mismos años, en dos carreras totalmente diferentes, para mi gran fortuna.

Soy escritora y cuenta cuentos. Escribo crónica. De lo que vivo. Lo que veo. Esto que hacemos cada día. Llevo un registro de lo que miro a mi alrededor. Escribo sobre ello. A veces se escribe luminoso. Otras veces oscuro, muy oscuro.

Así como le sucede al entorno atmosférico donde vivimos, a veces estoy de lluvia. Otras mañanas amanezco sin una nube en el cielo, el sol color rosa que se hace dorado pálido sobre los techos de las casas de enfrente. También las tormentas son parte de mis escritos, porque tampoco faltan en la vida diaria.

No escribo para entretener. No de manera intencional. Escribo porque al hacerlo alargo mi mano hacia afuera, abro la palma y dejo salir eso que quiero contar. Como aves levantan el vuelo esas palabras y se van por ahí, independientes ya de mi, de mis humores, del color que haya amanecido mi día. Escribo casi siempre de madrugada, de mañana, con mi café a un lado. En las más afortunadas épocas de la vida, el resto de los días los he pasado entre las telas y los hilos de otro amado oficio, el arte textil. A veces he sido tan afortunada que hasta he podido vivir de ello, de la enseñanza de lo textil y sus muchas facetas y oficios relacionados. Escribir y coser como formas de amar. De vivir.

Escribir es una de las cosas que más amo de ser yo. Sin pretensión. Así solamente, con ese amor que, con mucha suerte, apenas comenzamos a sentir por nosotros mismos sólo después de haber cruzado el umbral de una cierta edad. 

Esta mañana, y por primera vez desde que llevo este blog, me puse a mirar las estadísticas de los muchos lugares desde donde lo han visitado: Estados Unidos, Venezuela, Argentina, España, Italia, Canadá, Irlanda, Alemania, Francia, Panamá, Rusia, Perú, Chile, México, Puerto Rico, Uganda y Laos. ¿Laos? Uganda lo entiendo, porque mi amiga Morella Carta va de misiones a ese país africano varias veces por año, pero ¿Laos? Como bien le llamó Ciro Alegría, el mundo es ancho y ajeno. Algo que los venezolanos estamos experimentando duramente en carne propia en los pasados veinte años, y muy especialmente en los tiempos más recientes, a medida que la crisis venezolana se agudiza y asfixia aún más a nuestra gente.

Ahora que los venezolanos nos hemos atomizado por el mundo entero, nada de raro pareciera tener que te lean en los vecindarios aledaños del sureste asiático. Algo que mi abuelo Juan Bautista jamás habría soñado le sucediera a su hermosa "Fuga Criolla", seguramente ahora es mucho más probable que nunca antes: ser incluida en el repertorio de orquestas del ancho mundo que nos ha recibido a los emigrantes venezolanos de esta época de éxodo. Sucederá, más temprano que tarde, no sólo porque es una hermosa pieza sinfónica sino también por la enorme cantidad de músicos venezolanos que la conocen bien, que ahora regados por el mundo la incluirán en sus repertorios. Habrá que ver si las partituras le llegan a las manos indicadas en el momento adecuado, y entonces esto sucederá. 

La inevitable tristeza de este desafortunado movimiento migratorio que vivimos hoy los venezolanos, tendrá entonces el extraño piquete al revés de habernos hecho aún mas universales de lo que ya éramos. Porque lo somos. Desde nuestros días coloniales, los venezolanos hemos sido distintos, curiosos y universales. Eso exactamente fueron los extraños ingredientes combinados de la "tormenta perfecta" que fuera en sus días nuestra gesta independentista latinoamericana, surgida de la calenturienta imaginación universal de un genio venezolano llamado Simón Bolívar. 

Pensamientos como estos me alegran las mañanas cuando escribo tan lejos de casa, de mi casa, de Venezuela. Porque sé que todo este disparate de alguna extraña manera algún día ha de tener sentido. Lo tendrá. Esa certeza me pasa la mano por la cabeza, juega con mis cabellos y me consuela. Entonces me parece posible que todo esto tome cuerpo y se transforme en algo constructivo. Sólo entonces puedo con algo tan pesado, esto de cargar la casa a cuestas mientras intentas hacer con eso un poema. Tu vida. 

Como decía antes, he escrito desde siempre. Ser escritor no es publicar, es escribir. Lo importante es escribir. Ya se publicará, si le corresponde. Algo he publicado, sin embargo. También he sido colaboradora de diarios venezolanos como The Daily Journal, y también columnista semanal por varios años de otros diarios como El Diario de Caracas y Tal Cual . Sin embargo, nunca antes había experimentado el vértigo de lo inmediato e intimista que conlleva llevar un blog con constancia. Eso me maravilla de llevar este ejercicio: que se publica y lo comparto con ustedes en un instante. No conozco nada que se le acerque a la intimidad de este contacto tan inmediato del intelecto, esto que logra un blog desde la internet. Esto que sucede entre una Buenos Aires helada en su invierno austral al revés de todo lo que conoce mi cuerpo tropical, que sale disparado a las redes sociales y llega hasta donde le dé la gana llegar, incluyendo para mi gran sorpresa, a alguno que desde Laos tuvo la curiosidad de leernos. Se me hace poético y mágico. Me tiene verdaderamente fascinada.

Escribir también se hace para el que escribe. Esos pájaros que salen de mis manos muchas veces dan la vuelta en su vuelo y se regresan para posarse sobre mis hombros. Para leer lo que escribo, ¿pueden creerlo? Pero sí, sucede con frecuencia. Entonces entiendes que hablar solo no es cosa exclusiva de locos . Que de veras todos estamos un poquito chiflados y que no importa. Que está bien llorar unos días y reír otros. Que en este mundo de veras cabemos todos. Que casi nada importa tanto como tenernos unos a otros. Que sabernos amados es lo que da un eje sobre el cual girar. Lo que nos justifica y explica. Lo que da sentido y ordena. Lo que nos hace mucho mas fácil el tránsito que es la vida. Entonces, y sólo entonces, escribir se vuelve importante, se aleja del ego, se acerca al otro y lo acaricia de veras. Como debe ser para ser bueno. 

Sí, soy escritora. Entre algunos otros oficios. Quizás escribo para que algo quede de mi rastro. No lo sé. No me da curiosidad saber la razón por la cual escribo. Tampoco me ocupa ni me preocupa publicar lo que escribo más allá de los límites de este blog, que ahora sé que llegan lejos. Eso me gusta.

También soy lectora. De casi cualquier cosa que me caiga en las manos. Leo también por pasión y hábito. Los libros, las telas y los hilos definen mi entorno. Ahora en este capítulo que vivo al Sur del Sur, en esta Buenos Aires fantástica, leo a Borges y a Cortázar con la ilusión y la maravillada lectura que sólo te da releer.  Ahora también he aprendido a leer otros blogs y páginas web de gente tan interesante como mi prima Mariela Michelena, psicoanalista, desde Madrid. Búsquenla en la web, se los recomiendo. Es una genia con agudo e inteligente sentido terapéutico del humor sano y sanador. 

Y bueno, suficiente de mi por mucho tiempo. Me debía esta especie de improvisada carta de presentación sin curriculum vitae, que nada importa, a decir verdad. Porque, como no sé quién me lee ni desde donde, mejor me presento y les cuento un poco sobre quien escribe. Eso pensaba en la madrugada de este sábado de junio. Y ya está dicho. 

Pronto nos mudaremos a un apartamento en planta baja, no muy lejos de donde estamos ahora, del cual les echaré muchos cuentos porque promete. Ya lo verán. 

Mientras tanto, como siempre, muchas gracias por su compañía amorosa, que la siento aunque estén en silencio del lado de allá. 

Cariños desde el Sur.










sábado, 2 de junio de 2018

REFLEXIONES SOBRE ANDRES ELOY BLANCO Y LA CHOLA MATERNA VENEZOLANA


Lo primero que llama mi atención es el volúmen del grito. Una gruesa voz de hombre lanza alto y fuerte desde la calle “Mira mamagu…, déjala quieta no jo…, maldito cobarde”. Corro al balcón. 

Un hombre con chaqueta y casco de motociclista está golpeando en el estomago a una joven que no dice palabra y cae al suelo. Horrorizada veo que a pocos pasos hay otro hombre joven, que parece ser el de las groserías a gritos, que comienza a acortar la distancia entre ellos mientras continúa gritando a todo volumen: “Cobarde, maldito, no jo…, pégame a mí a ver si te atreves a pegarle a un hombre co…de tu madre!”, “Cobarde maldito, mil veces cobarde!” La lluvia de groserías continúa en un claro y fuerte acento venezolano, mientras el que las grita llega justo al lado de la jovencita que, en el suelo doblada sobre sí misma, se sostiene el abdomen. El agresor ha retrocedido hasta su moto estacionada sobre la acera, gritando cosas difíciles de entender por el casco integral que lleva puesto, pero son con fuerte acento argentino, eso sí se distingue. Montado en la moto, se voltea y lanza una última amenaza con la moto ya encendida y el puño en alto amenazante. Volteado sobre el asiento, se lanza rápido calle arriba. 

Regreso la mirada hacia la izquierda de la acera, donde ya el joven venezolano ha llegado junto a la chica, que no termina de incorporarse mientras él le habla y le pone la mano en la espalda. Desde mi balcón, apenas a unos pasos de distancia, salgo de mi susto inicial por la violencia de la rápida escena, y les pregunto, levantando la voz para que me escuchen, si ella está bien y si quieren que llame a la policía. Entonces, sólo entonces, la chica golpeada se incorpora y me contesta que no, que no llame a la policía, que ella está bien. Los muchachos hablan y es el joven venezolano quien ahora me dice “No se moleste, señora, ya para qué. La voy a acompañar a su casa. Gracias” No resisto la duda. Le insisto: “Chamo, tú la conoces, estás seguro que va a estar bien?”,. “No señora, no la conozco, pero no se preocupe. Estos argentinos tienen la mano muy suelta con las mujeres.” Y unos segundos más tarde, mientras ya han dado una par de pasos, agrega con indignación, mirando hacia donde sigo parada en la orilla de mi balcón: “Esto es a cada rato, señora.” Los jóvenes se van caminando por esta oscura calle de San Telmo donde vivo. Regreso pensativa al interior del apartamento.

Es cierto. El feminicidio en la República Argentina es un problema social grave. Así como es de amorosa y cortés la amabilidad de muchos hombres que he conocido en estos pasados cinco meses, también es tristemente cierta la actitud displicente y agresiva hacia las mujeres de muchos otros, la cual es igualmente notoria y muy desagradable.

La inmensa ventaja que me dan los años que cargo puestos encima, ya me ha dado la licencia de pararle el trote a unos cuántos maleducados en la calle. O no te dan paso en la acera, o sencillamente te atropellan y tropiezan. En voz alta y clara les digo “Maleducado, a las señoras se les da paso, grosero”. Pueden creerlo? Yo, así tan tranquilita como me veo, sin tan siquiera levantar la voz, simplemente se los digo en su cara. No lo pueden creer, me miran asombrados. No están acostumbrados a que se les hable de esta forma. Suave pero firme. Bien firme. La mayoría se disculpa. Si señora, dicen medio avergonzados y medio asustados, pero se disculpan. Buena para mí.

Ahora en esta nueva vida que hago como como peatón, intento desplegar esa misma cortesía que he tenido toda la vida como chofer, de la cual -además- me siento muy orgullosa. Me la enseñó mi papa cuando me dio mi primer carro y me enseñó a manejar, allá en la Caracas de comienzos de los setenta. No me olvido que sus palabras fueron “La cortesía te puede salvar la vida, Elena”. Ha sido cierto. Para tener el tiempo de ser cortes, es obligatorio andar pausado. Con ello, ganas unos segundos extra y te fijas ahora mejor en los detalles. Eso es lo que te protege.

No voy a perder ese buen hábito en Buenos Aires. Faltaba más. De hecho, me está dando el pálpito que la fortísima emigración venezolana al Argentina marcará algunos hitos también en esta materia.

No te das cuenta de lo educados que somos la mayor parte de los venezolanos hasta que nos comparas. Nunca más me quejo de lo grosero que se ha vuelto nuestro lenguaje en Venezuela. Esta noche vi correr a un argentino espantado, con todo y casco integral puesto, frente a la violencia de semejantes insultos a grito destemplado, la cual vi acercarse valientemente al agredido y hace retroceder al agresor. Buena para nosotros. 

Esto me ha puesto a pensar que de muchas maneras, y aunque hayamos reflexionado muy poco al respecto, se me hace que las madres venezolanas sí somos diferentes.

Ese fuerte y valiente matriarcado de mantuanas, negras, indias y mestizas que heredamos desde la arrasada Venezuela posterior a nuestras guerras independentistas y federales, se ve distinto desde afuera. Porque sucede que durante esos casi cien años de guerra, murieron casi todos nuestros varones en edad útil y reproductiva. Esto dió como resultado que Venezuela entró al siglo XX llena de mujeres solas que tuvieron que echar el país a andar, de una u otra forma. Poco se ha hablado de este tema, del que la historiadora Ermila Troconis de Veracoechea hace en su libro , Indias, esclavas, mantuanas y primeras damas,  un magnífico análisis (Caracas, Academia Nacional de la Historia, Ed. Alfaomega, 1990)

Eso, entre otros elementos, debe ser lo que ha hecho históricamente que a las venezolanas nos ronque el mango. Digo yo.

Argentina nunca será la misma, se los aseguro, después de tantos muchachos y muchachas venezolanas que harán su mestizaje cultural en esta tierra, porque ellos sí que saben entender una inequívoca voz de mando que hace una gran diferencia. Creo que le debemos todo esto a la muy sabia y oportuna voz del inconfundible lenguaje de la chola materna venezolana. Y eso, se aprende rápido en nuestras casas, no se olvida más nunca, y se carga puesto por el resto de la vida. Para bien o para mal.

Ese límite aprendido en los hogares venezolanos desde la más tierna infancia, tiene sus bemoles, es verdad. Pero, nos ha definido como gente que valora inmensamente la educación y los buenos modales. Eso también es muy cierto. No he visto jamás en Venezuela la conducta en los niños y adultos que tristemente he presenciado y vivido en Buenos Aires hasta la fecha.

Aquí muchos niñitos andan por la calle haciendo unas wagnerianas pataletas, no saben cuántas y de qué calibre las he presenciado horrorizada. Sus padres actúan de una manera totalmente nueva para mí, pues o los ignoran, o les tratan como si en lugar de sus progenitores fueran sus psicoterapeutas. Claro está que a los niños no se les pega nunca jamás de todos los jamases. De hecho, me he arrepentido hasta el agotamiento de los muchos zipotazos que les di a mis hijos en su momento, pero una cosa es un golpe y otra muy diferente una chola que te persigue mientras te delimita una marca que no se cruza, y que no olvidarás mientras vivas. Mas aún que la temida chola venezolana era la aún mas aterrorizante mirada de la mamá de uno. Y también de la mamá de los amigos de uno. Porque en Venezuela, también las madres de tus panas se sentían autorizadas a mirarte feo o hasta amenazarte con su chola si hubiera sido necesario. 

Supongo que la culpa la tiene Andrés Eloy Blanco, con sus” hijos infinitos” y ese cuento de que “cuando se tiene un hijo, se tiene al hijo de la casa y al de la calle entera…”. Por eso le incluyo a nuestro querido poeta en esta crónica de la mañana de hoy.

Muchos venezolanos compartimos con justo orgullo el haber aprendido esa noción de la mirada materna como zona limítrofe, nunca en reclamación como nuestro Esequibo. Nada de eso. Aquí no hay reclamo que valga. Una mirada clavada en ti desde el otro lado de la sala, o inclusive de ladito como quien no quiere la cosa, mientras mamá está fregando los platos y se voltea, y te mira rapidito con su mejor cara de pocos amigos, te fulmina y sigue en lo suyo. Uno se para en seco. Eso es lo que llamamos “La Mirada”. Todos sabemos lo que significa.

Menos mal que el reggetón y un montón de lolas operadas no serán lo único que le habremos aportado a esta generosa tierra argentina, que tan amorosamente nos ha abierto los brazos con trabajo, una vida mejor y la posibilidad cierta de echarle una mano a los nuestros que viven en Venezuela entre tantas dificultades. Con suerte le habremos aportado al menos un par de siglos de un matriarcado hermosamente mestizo, que nos ha hecho ser como somos, para bien y para mal, repito.

Ojalá ahora que nos hemos hecho emigrantes, sepamos llevar puesto lo bueno que tenemos, y que lo sembremos donde quiera que nos hayamos ido a vivir los millones de venezolanos ahora en suelo extranjero. Incluyendo nuestra sabia chola a tiempo. Límites firmes aunque no tan suaves, como habría recomendado mi querido Dr. Quiroz, extraordinario psiquiatra de familia, al que tanto admiro. Límites al fin, que todos hemos aprendido, y ahora parecemos estar exportando. Eso que su mamá le debió enseñar muy bien al chico venezolano que vi cómo hizo correr en la calle al abusador que es valiente para golpear a una mujer, pero no para enfrentar a otro hombre por sus actos. Bien por nosotros, se los aseguro.

Le doy las gracias  a mi mamá, a mi Yoya, mi abuela paterna, a las monjas buenas del colegio Sagrado Corazón, a Luisa Elena Valencia del Colegio Nuestra Señora de Pompei, a las muchas madres de mis amigos y amigas que me hicieron una hija más en sus casas, a mis tías, amigas, hermana, nuera y cuñadas, todas ellas madres que me han dado su ejemplo del cual aprender tanto. A todas las buenas mujeres que me ayudaron con su trabajo en la casa como empleadas domésticas, por las muchas veces que vi la presencia  inequívoca de sus cholas, hayan sido estas reales o virtuales, hayan estado dirigidas hacia mí o hacia alguien más. No importa. Una chola de madre venezolana tiene un lenguaje inequívoco de disciplinados límites. Eso enseña. Funciona.

Anoche vi correr a la universal cobardía frente a esa indignada chola materna venezolana, ahora hecha gritos y groserías masculinos que entienden lo que hay que hacer, porque alguien se tomó la molestia y el tiempo de enseñárselo claramente. Me llenó de justo orgullo.

Gracias a Andrés Eloy por haberlo puesto en palabras certeras, hermosas y tan venezolanas.

Al Dr. Quiroz, que me enseñó para siempre que las cholas no tienen que pegar para enseñar. (Les recomiendo mirar su Instagram “mfquiroz23” para reírse de lo lindo de uno mismo)

A ustedes, gracias, por su compañía en esta aventura que pica y se extiende.

A nuestras mujeres buenas y fuertes, que hacemos buenos hombres y buenas mujeres, este regalo:


Cuando se tiene un hijo,
se tiene al hijo de la casa y al de la calle entera,
se tiene al que cabalga en el cuadril de la mendiga
y al del coche que empuja la institutriz inglesa
y al niño gringo que carga la criolla
y al niño blanco que carga la negra
y al niño indio que carga la india
y al niño negro que carga la tierra.

Cuando se tiene un hijo, se tienen tantos niños
que la calle se llena
y la plaza y el puente
y el mercado y la iglesia
y es nuestro cualquier niño cuando cruza la calle
y el coche lo atropella
y cuando se asoma al balcón
y cuando se arrima a la alberca;
y cuando un niño grita, no sabemos
si lo nuestro es el grito o es el niño,
y si le sangran y se queja,
por el momento no sabríamos
si el ¡ay! es suyo o si la sangre es nuestra.

Cuando se tiene un hijo, es nuestro el niño
que acompaña a la ciega
y las Meninas y la misma enana
y el Príncipe de Francia y su Princesa
y el que tiene San Antonio en los brazos
y el que tiene la Coromoto en las piernas.
Cuando se tiene un hijo, toda risa nos cala,
todo llanto nos crispa, venga de donde venga.
Cuando se tiene un hijo, se tiene el mundo adentro
y el corazón afuera.
Y cuando se tienen dos hijos
se tienen todos los hijos de la tierra,
los millones de hijos con que las tierras lloran,
con que las madres ríen, con que los mundos sueñan,
los que Paul Fort quería con las manos unidas
para que el mundo fuera la canción de una rueda,
los que el Hombre de Estado, que tiene un lindo niño,
quiere con Dios adentro y las tripas afuera,
los que escaparon de Herodes para caer en Hiroshima
entreabiertos los ojos, como los niños de la guerra,
porque basta para que salga toda la luz de un niño
una rendija china o una mirada japonesa.

Cuando se tienen dos hijos
se tiene todo el miedo del planeta,
todo el miedo a los hombres luminosos
que quieren asesinar la luz y arriar las velas
y ensangrentar las pelotas de goma
y zambullir en llanto ferrocarriles de cuerda.
Cuando se tienen dos hijos
se tiene la alegría y el ¡ay! del mundo en dos cabezas,
toda la angustia y toda la esperanza,
la luz y el llanto, a ver cuál es el que nos llega,
si el modo de llorar del universo
el modo de alumbrar de las estrellas.

Giraluna (1955)

A todos, como siempre... Gracias…!