sábado, 26 de enero de 2019

Caracas 1 - 24 de enero 2019


CARACAS 1 – 24 de enero 2019

Al fondo canta “I want to get free” un Freddy Mercury que me eriza todos los pelos. Los audífonos no están buenos, son aquellos amarillos que nos regalaron el último día que estuve en Buenos Aires, al final de mi estadía en esa ciudad fantástica el año pasado, cuando tomamos el bus turístico que me llevo a conocer esa Buenos Aires imposible de visitar cuando trabajas 10 horas diarias. Así que escucho a medias, pero escucho haciendo silencio hacia allá afuera.

No quiero que Alejandra, mi hija menor que duerme en la cama individual que me sirve de sofá en la sala, se despierte con otro de mis habituales madrugonazos. Estoy en Caracas desde hace dieciséis semanas.

Regresé a casa.

Escucho a Cesar Miguel Rondón en la radio a través de la laptop y mis defectuosos audífonos amarillos argentinos. Nos dice a sus oyentes que no comentará las noticias. Hay estricta censura de un gobierno que no lo es, cuya banda de hampones controla con el miedo a casi todo en este país suramericano.

Hoy amanecimos de golpe. Ahora sí. Sólo música hasta las siete y media que vendrán al programa un par de psiquiatras, uno de ellos mi querido amigo Carlos Rasquin, a comentar en un foro sobre la sorprendente "resiliencia" de nosotros, los venezolanos. Cero comentarios editoriales o les cerramos la emisora. Ayer clausuraron dos emisoras en el Zulia. Se llevaron los transmisores, así de simple.

También ayer mismo, un muchacho nuevo se lanzó a la calle y esta vez en lugar de tirarle piedras a la ilegítima guardia nacional represora, se vistió de camisa blanca con mangas recogidas y le juró a toda Venezuela, con millones en la calle, expectantes, ansiosos de cambio y esperanzados, que es su nuevo Presidente Interino, que le pondrá orden a este desaguisado que nos hemos vuelto. Yo lo veía a través de una gruesa nube de lágrimas, nos pidió levantar nuestra mano derecha y jurar con él. Me vi levantando mi mano y llorando una vez más por mi sufrida tierra natal.

Por primera vez en casi cuatro meses y medio, vuelvo sobre mis pies y me siento a escribir. Como dice Juan Bautista, mi hermano, El Genio, recuperé la voz.

Regresé a Caracas por un par de razones contundentes: amor y finanzas. Con mucho de lo primero y poco de lo segundo, me encuentro una ciudad que casi no reconozco. Cuando llegué a Caracas, lloré sin parar por tres semanas, no, casi cuatro. Pero se me pasó. El amor seguía intacto.

Las finanzas rendían más aquí que en ninguna otra parte. Acá se le devaluó todo a la gente. Todo menos la resistencia. Se lo ves en la mirada. Los de Caracas ahora caminan de otra manera por la calle. Ves muchas menos sonrisas. Hay mucha más firmeza en sus gestos. Casi toda la ropa que ves a tu alrededor está vieja, desgastada y huele a sudor mal lavado.

Llego a vivir en Los Palos Grandes, el reino de decenas de guacamayas extraordinarias que te despiertan todas las mañanas con sus gritos destemplados. Caracas es un milagro de verdes y azules. No puedes dejar de ver El Avila por la mañana y al atardecer. Imposible no ver sus tonos rojizos en las laderas orientales cuando les da la luz del poniente. Después de pasar cinco años en el aire acondicionado o la calefacción indispensables para sobrevivir, es una delicia respirar en esta temperatura templada que le hace el amor a todos los sentidos. Un día me di cuenta de que ya no lloraba al abrir los ojos. Un poquito más tarde, comencé a dormir la noche completa. Mi hija menor me necesita. Yo necesito a Venezuela.

En los nuevos aires que soplan en estos días pasados, tal parece que nos estamos volviendo a encontrar para remediarnos mutuamente tantas necesidades. Por mi lado, arranco a resolver los muchos problemas del apartamento que alquilé a ciegas desde Buenos Aires. También habrá que ocuparse de una casita en Prados del Este, otro reducto de nuestra nueva vida en Caracas. Nos compartimos esta nueva vida entre los lugares donde vivo ahora con mi hija menor y nuestra perra viajera, la buena Francisca. Se me ha hecho muy evidente en esta nueva vuelta de la tuerca en la vida, que esa capacidad de adaptación y recuperación frente a una situación adversa, eso que llaman resiliencia, resultó ser algo que se aprende, se ejercita y se madura.
Soy una “pata caliente” sin redención posible. Irredimible. No hay ninguna esperanza de que deje de serlo. Sin embargo, me siento en casa. Amo esta ciudad. Esta luz. Estas miradas. Estos sabores. No he logrado dejar de mirar hacia atrás sino hasta ahora regresando a mi casa. Me fui de Caracas en 1989. Estoy de vuelta casi treinta años más tarde. Me asombro más y más con cada paso que doy, por lo indemne que está mi amor por este lugar. Tomo palabras de lo que dice mi viejo amigo, Carlos Rasquin, psiquiatra, desde el programa de Rondón que sigo escuchando, censura o no. Seguimos donde escogemos estar. No me dejo quitar mis hábitos. No me da la gana.

Ha sido un largo viaje, Un montón de aventuras. Puro aprendizaje.

Primero vivimos en los Altos Mirandinos, ciudad dormitorio de Caracas. Luego en Boynton Beach, Florida, por seis años y luego de vuelta a los Altos Mirandinos. Buscando un lugar propio, nos fuimos a la Isla de Margarita, y de ahí nuevamente a Florida, esta vez a Hollywood, por cuatro años más. Casi todo el año pasado lo vivimos en Buenos Aires, y desde allí el regreso a Caracas. A Venezuela. Siempre escuchando este programa casi todas las mañanas. Por años.

Es que pareciera que he aprendido a cuidar lo que amo. Esta vez, milagrosamente comencé por mí misma. Por fin.

Por otro lado, en la esquina de enfrente, Venezuela vive hoy, esta mañana, una alegría angustiosa. Pero soy una optimista incurable. Esto pasará, porque vivir en Venezuela es mi respuesta. Itaca. Ahora sabemos que en verdad todo pasa.

La mutua conveniencia es casi siempre una gran solución en las negociaciones. Venezuela me hacía mucha falta, y yo hago más falta en Venezuela. Lo “pata caliente” me viene de unas ausencias que no había resuelto. De unos vacíos que no había terminado de llenar. Parece que llegar a Caracas cierra un círculo mágico. He madurado estas carencias. Finalmente. Tengo sesenta y cinco años. Ya era hora. Sigo caminando para encontrar nuevas ausencias y otros vacíos que seguirán apareciendo. Hasta el final.

Entonces, sigamos. Gracias.