Desde
esta mañana pienso en Borges y en García Márquez, y en cómo se puede hacer literatura
tan buena y tan diferente desde el mismo hemisferio. América Latina lo ha
demostrado con creces. Magistralmente. Veo al Gabo cada vez que camino desde mi
casa hasta el mercado en San Telmo, en la vitrina de la Editorial Suramericana,
la misma que le publicó Cien Años de Soledad hace ya cincuenta años. Tengo a
Borges en la mesa de noche en un hermoso libro de textos manuscritos y
fotografías, que me regaló Corina a los pocos días de haber llegado.
A
pesar de las muchas horas que paso trabajando, en esta ciudad donde también el
tiempo transcurre distinto, aquí he podido encontrar el espacio para leer de
nuevo.
Ahora
termino de leer a Benedetti y ya tengo por ahí medio ojeado un librito viejo de
D.H.Lawrence que conseguí casi regalado, “Paseos Etruscos”. Están en cola
Borges y García Márquez, como siempre. Cada vez que puedo compro el diario y me
lo voy leyendo de a poquitos.
Hoy
en Buenos Aires ha llovido todo el día.
Corina fue a su trabajo. Me quedé en casa cosiendo, adelantando el
trabajo de arreglos que entrego mañana y abriendo el espacio para una nueva
cliente que traerá ropa temprano.
También lavé la ropa de mi cama y las toallas de mano que usamos durante
la semana, preparé una salsa boloña, pasé una buena escoba por el apartamento y
me dio mucha flojera, así que no pasé el coleto. Lo haré este fin de semana.
También
escribí un rato, pero no escribí mucho. Hoy más bien me ha parecido un día de
pensar. De evaluar. Vivo en Argentina y apenas ahora, a casi cuatro meses de
haber llegado, es que me está comenzando a caer la locha de lo que significa
este giro que le he dado a mi vida.
Sé
que cambiaré mi manera de hablar. Probablemente también de comer. De vestirme.
De pensar. Pareciera inevitable. Quizás vea las cosas diferentes ahora que miro
hacia arriba cada vez que pienso en la gente que amo. Cuando evoco mi vida
hasta ahora. Viéndola desde aquí abajo, América Latina se ve paradójicamente inmensa,
enorme. Irremontable.
Supongo
también que haré amigos y tendré nuevos amores. Sembraré plantas nuevas y
diferentes. Arreglaré nuevos hogares. No tengo mis ollas, ni mi vajilla blanca,
ni mis cubiertos franceses de plata con los cuales compartí lo cotidiano por
casi treinta años. Este fin de semana me compro unas ollas nuevas. Estoy muy
contenta. He pensado buscar unas ollas menos pesadas en consideración con mis
manos. Eventualmente volveré a tener un lugar menos temporario que el lindo
apartamentico que ahora llamamos hogar. Me alegra que la vida dé para tanto. Es
muy bueno.
Si
bien es verdad que en este apartamento no tenemos la privacidad de una habitación
propia, también es cierto lo mucho que hemos aprendido de nuestras mesas. No
más llegar, insistí en comprar una mesa con gaveta para la costura. Le mandé a recortar
las patas para que quedara a una altura apropiada que proteja tanto a mis
hombros como a las cervicales. Unas semanas mas tarde, Corina consiguió una hermosa
mesa de pino. Desde entonces, cada quien tiene un pequeño lugar donde ordena su
universo. Nuestras mesas se han hecho pequeños reductos de intimidad para cada
una. Ahora entiendo mejor ese espacio tan importante que cada ser humano parece
necesitar, tan grande como una casa o tan pequeño como una mesa. Un lugar donde
las reglas las pone sólo uno. Ese espacio diminuto en el cual tenemos la
sensación de estar en control, de saber dónde están las cosas y de poder
cambiarlas sólo si me conviene o me gusta.
Otra
cosa que hice hace unas cuantas semanas fue comprar unas lindas y viejas cucharas
plateadas de alpaca, como para servir la comida en la mesa, que vendían muy
baratas en un puesto callejero que tiene los sábados un anticuario local. También
compré unos platos viejos de vidrio para comer el postre, generalmente helado o
ensalada de frutas. Es que esas cosas usadas me dan la sensación que ando
buscando en Buenos Aires. Sé que habrá de pasar un tiempo largo antes de sentirme
en casa. En esa espera ayuda mucho una vieja cuchara grandota, que viene de
quién sabe cuántas historias, de mano en mano.
No
me hago una persona nueva con todos estos cambios. No, más bien pareciera que me
estoy volviendo una versión distinta esa persona que soy. Quizás una mejor
versión. Ojalá.
A
una semana de llegar me di una fenomenal caída en la calle. Esa pierna me
estuvo recordando día y noche que hay que andar con más calma. No lo he
olvidado, aún ahora que ya sanó por completo. Ahora miro y miro, pienso y
pienso. También la costura contribuye a este nuevo aspecto más contemplativo de
los días que estoy viviendo. Las cosas se reorganizan y cambian las prioridades.
Hace
unas semanas, inspirada por Valeria Di Prisco, mi amiga de Margarita que ahora vive
en Milán, abrí un chat de Whatsapp para mi familia materna, los Tariffi, un
enorme grupo de gente variopinta y divina que ahora se siente más cercano.
Porque ahora lo estamos. Nos mandamos textos, saludos, fotos y videos de
nuestra vida cotidiana, ese contacto humano tan precioso que teníamos extraviado
desde hace años, por las muchas distancias que la vida en Venezuela nos impuso
a todos desde hace varias décadas. Hemos vuelto a reír de los mismos chistes,
compartido juntos la alegría de una bebecita que nació, actualizamos lo que
estamos haciendo con la gente que nos importa, conocemos mejor la vida de
nuestra familia regada ahora por Francia, Italia, España, Panamá, Canadá,
Argentina, Estados Unidos y -por supuesto- Venezuela desde la isla de
Margarita, Caracas, Higuerote y Valera.
Cuando
uno emigra, ese nuevo lugar a donde te fuiste probablemente te dará un mundo
enorme de oportunidades para rehacer una vida mejor, pero nunca, jamás, te dará
raíces, porque éstas las cargarás siempre contigo. Las raíces las cargas
puestas. Lo que haces es trasplantarlas. Cuidadosamente escoges la mejor
tierrita posible, la abonas, la riegas, y ruegas que pegue bien el trasplante. Los
viejos no debemos emigrar porque mientras más vieja la mata, menores los
chances de que ésta pegue adecuadamente. Eso lo sé. Por eso agradezco tantísimo
el abono amoroso que Corina me echa cada mañana con sus abrazos, la maravillosa
vitamina que son los contactos diarios con Alejandra, mi hija menor, desde
Caracas, las series de Netflix que compartimos en la cena desde mi laptop, las
citas semanales cada sábado al final del día, con Camilla y Armando Luca, mis
nietos, desde Florida, las publicaciones en este diario de cocina y letras con
las respuestas amables de quienes lo leen, y ahora también mis nuevas cucharas
viejas de alpaca y el chat por Whatsapp, La Tariffera, mi familia materna. Todo
nos ayuda. Mutuamente.
Las
cuentas cuadran, en este amanecido arqueo de caja. Todos nos damos cuenta en
algún momento de que, en realidad, estamos apenas de paso. Que casi nada
permanece en el tiempo. Sin embargo, al dejar constancia de lo mucho que nos
importan las personas y las cosas, vamos dejando una huella que sí pareciera
querer quedarse un rato más en ese rastro que dejamos a nuestro paso.
Desde
las cuevas de Lascaux hasta Whatsapp, nuestra huella es lo que quedará en la
pared. Gracias por acompañarnos en esta hermosa impronta que hacemos entre
todos. Un abrazo.