sábado, 21 de abril de 2018

ARQUEO DE CAJA


Desde esta mañana pienso en Borges y en García Márquez, y en cómo se puede hacer literatura tan buena y tan diferente desde el mismo hemisferio. América Latina lo ha demostrado con creces. Magistralmente. Veo al Gabo cada vez que camino desde mi casa hasta el mercado en San Telmo, en la vitrina de la Editorial Suramericana, la misma que le publicó Cien Años de Soledad hace ya cincuenta años. Tengo a Borges en la mesa de noche en un hermoso libro de textos manuscritos y fotografías, que me regaló Corina a los pocos días de haber llegado.

A pesar de las muchas horas que paso trabajando, en esta ciudad donde también el tiempo transcurre distinto, aquí he podido encontrar el espacio para leer de nuevo.
Ahora termino de leer a Benedetti y ya tengo por ahí medio ojeado un librito viejo de D.H.Lawrence que conseguí casi regalado, “Paseos Etruscos”. Están en cola Borges y García Márquez, como siempre. Cada vez que puedo compro el diario y me lo voy leyendo de a poquitos.

Hoy en Buenos Aires ha llovido todo el día.  Corina fue a su trabajo. Me quedé en casa cosiendo, adelantando el trabajo de arreglos que entrego mañana y abriendo el espacio para una nueva cliente que traerá ropa temprano.  También lavé la ropa de mi cama y las toallas de mano que usamos durante la semana, preparé una salsa boloña, pasé una buena escoba por el apartamento y me dio mucha flojera, así que no pasé el coleto. Lo haré este fin de semana.

También escribí un rato, pero no escribí mucho. Hoy más bien me ha parecido un día de pensar. De evaluar. Vivo en Argentina y apenas ahora, a casi cuatro meses de haber llegado, es que me está comenzando a caer la locha de lo que significa este giro que le he dado a mi vida.

Sé que cambiaré mi manera de hablar. Probablemente también de comer. De vestirme. De pensar. Pareciera inevitable. Quizás vea las cosas diferentes ahora que miro hacia arriba cada vez que pienso en la gente que amo. Cuando evoco mi vida hasta ahora. Viéndola desde aquí abajo, América Latina se ve paradójicamente inmensa, enorme. Irremontable.
Supongo también que haré amigos y tendré nuevos amores. Sembraré plantas nuevas y diferentes. Arreglaré nuevos hogares. No tengo mis ollas, ni mi vajilla blanca, ni mis cubiertos franceses de plata con los cuales compartí lo cotidiano por casi treinta años. Este fin de semana me compro unas ollas nuevas. Estoy muy contenta. He pensado buscar unas ollas menos pesadas en consideración con mis manos. Eventualmente volveré a tener un lugar menos temporario que el lindo apartamentico que ahora llamamos hogar. Me alegra que la vida dé para tanto. Es muy bueno.

Si bien es verdad que en este apartamento no tenemos la privacidad de una habitación propia, también es cierto lo mucho que hemos aprendido de nuestras mesas. No más llegar, insistí en comprar una mesa con gaveta para la costura. Le mandé a recortar las patas para que quedara a una altura apropiada que proteja tanto a mis hombros como a las cervicales. Unas semanas mas tarde, Corina consiguió una hermosa mesa de pino. Desde entonces, cada quien tiene un pequeño lugar donde ordena su universo. Nuestras mesas se han hecho pequeños reductos de intimidad para cada una. Ahora entiendo mejor ese espacio tan importante que cada ser humano parece necesitar, tan grande como una casa o tan pequeño como una mesa. Un lugar donde las reglas las pone sólo uno. Ese espacio diminuto en el cual tenemos la sensación de estar en control, de saber dónde están las cosas y de poder cambiarlas sólo si me conviene o me gusta.

Otra cosa que hice hace unas cuantas semanas fue comprar unas lindas y viejas cucharas plateadas de alpaca, como para servir la comida en la mesa, que vendían muy baratas en un puesto callejero que tiene los sábados un anticuario local. También compré unos platos viejos de vidrio para comer el postre, generalmente helado o ensalada de frutas. Es que esas cosas usadas me dan la sensación que ando buscando en Buenos Aires. Sé que habrá de pasar un tiempo largo antes de sentirme en casa. En esa espera ayuda mucho una vieja cuchara grandota, que viene de quién sabe cuántas historias, de mano en mano.
No me hago una persona nueva con todos estos cambios. No, más bien pareciera que me estoy volviendo una versión distinta esa persona que soy. Quizás una mejor versión. Ojalá.
A una semana de llegar me di una fenomenal caída en la calle. Esa pierna me estuvo recordando día y noche que hay que andar con más calma. No lo he olvidado, aún ahora que ya sanó por completo. Ahora miro y miro, pienso y pienso. También la costura contribuye a este nuevo aspecto más contemplativo de los días que estoy viviendo. Las cosas se reorganizan y cambian las prioridades.

Hace unas semanas, inspirada por Valeria Di Prisco, mi amiga de Margarita que ahora vive en Milán, abrí un chat de Whatsapp para mi familia materna, los Tariffi, un enorme grupo de gente variopinta y divina que ahora se siente más cercano. Porque ahora lo estamos. Nos mandamos textos, saludos, fotos y videos de nuestra vida cotidiana, ese contacto humano tan precioso que teníamos extraviado desde hace años, por las muchas distancias que la vida en Venezuela nos impuso a todos desde hace varias décadas. Hemos vuelto a reír de los mismos chistes, compartido juntos la alegría de una bebecita que nació, actualizamos lo que estamos haciendo con la gente que nos importa, conocemos mejor la vida de nuestra familia regada ahora por Francia, Italia, España, Panamá, Canadá, Argentina, Estados Unidos y -por supuesto- Venezuela desde la isla de Margarita, Caracas, Higuerote y Valera.
Cuando uno emigra, ese nuevo lugar a donde te fuiste probablemente te dará un mundo enorme de oportunidades para rehacer una vida mejor, pero nunca, jamás, te dará raíces, porque éstas las cargarás siempre contigo. Las raíces las cargas puestas. Lo que haces es trasplantarlas. Cuidadosamente escoges la mejor tierrita posible, la abonas, la riegas, y ruegas que pegue bien el trasplante. Los viejos no debemos emigrar porque mientras más vieja la mata, menores los chances de que ésta pegue adecuadamente. Eso lo sé. Por eso agradezco tantísimo el abono amoroso que Corina me echa cada mañana con sus abrazos, la maravillosa vitamina que son los contactos diarios con Alejandra, mi hija menor, desde Caracas, las series de Netflix que compartimos en la cena desde mi laptop, las citas semanales cada sábado al final del día, con Camilla y Armando Luca, mis nietos, desde Florida, las publicaciones en este diario de cocina y letras con las respuestas amables de quienes lo leen, y ahora también mis nuevas cucharas viejas de alpaca y el chat por Whatsapp, La Tariffera, mi familia materna. Todo nos ayuda. Mutuamente.

Las cuentas cuadran, en este amanecido arqueo de caja. Todos nos damos cuenta en algún momento de que, en realidad, estamos apenas de paso. Que casi nada permanece en el tiempo. Sin embargo, al dejar constancia de lo mucho que nos importan las personas y las cosas, vamos dejando una huella que sí pareciera querer quedarse un rato más en ese rastro que dejamos a nuestro paso.

Desde las cuevas de Lascaux hasta Whatsapp, nuestra huella es lo que quedará en la pared. Gracias por acompañarnos en esta hermosa impronta que hacemos entre todos. Un abrazo.

domingo, 15 de abril de 2018

PORQUE LO IMPORTANTE ES EL HECHO

Hoy cumplimos tres meses y medio viviendo en Buenos Aires. Con el duelo en mejores condiciones, parece estar llegando el momento de reconocer nuestro entorno menos apasionadamente. O, en palabras de mi sabio hermano Juan Bautista, la luna de miel ya va pasandito. 


Sirva, entonces, esta clase magistral de Les Luthieres sobre Shakespeare, como abreboca de los muchos desencuentros en nuestros lenguajes argentino y venezolano. Dejemos que Les Luthieres, estos argentinos universales, nos lleven de la mano en lo argentino. Nosotros, por este lado, pondremos la contraparte venezolana en este boceto de estudio linguístico que, la verdad, tampoco intenta serlo con ningún exceso de rigor académico. 

https://www.facebook.com/cachoculturas/videos/145457909471024/

Y sí, habernos venido a vivir en Argentina ha tenido sus bemoles léxico gramaticales. Veamos.

A uno le parece que hablar en castellano es, naturalmente, hablar venezolano. Es verdad. Sólo que hablar argentino también lo es. Para completar nuestro desconcierto, tampoco conocemos el casi dialecto que se habla en Buenos Aires, y constantemente nos sorprenden los giros que la lengua castellana da por estas latitudes. 

Por ejemplo, después de los más estrepitosos chascos sufridos en la calle buscando direcciones, hemos aprendido a no pedir nunca indicaciones a la gente que ande por ahí. Antes de entender esta máxima casi de primeros auxilios en esta nueva vida argentina, yo insistía una y otra vez "Vamos a preguntarle a ese muchacho, Corina". De nada valieron sus advertencias basadas en haber vivido ya en Buenos Aires, para disuadirme de que preguntara indicaciones y direcciones en la calle. 

Pues, o no entienden lo que pregunto, o yo no entiendo lo que me contestan. El resultado es casuísticamente aterrador. Casi el 100% de las veces que preguntas algo, llegas a otro lado, o a otra cosa, casi siempre muy diferente a lo que andabas buscando. 

Sabemos que la lengua tiene mucho que ver en todo este desencuentro. Por eso nos hemos puesto a escuchar e intentar comprender a la mayor velocidad posible. Revisemos algunos casos de nuestra vida cotidiana que hemos estado reuniendo para compartirlos. Las experiencias van desde comprar unas fundas de almohada, a ingenuamente preguntar al chofer del autobús que si va para tal o cual lado. 

Cuando intentas comprar un juego de sábanas, por ejemplo, y andas por ahí toda desorientada, vas buscando una buena tienda de lencería y andas preguntando por aquí y por allá. Entonces es cuando sucede lo inevitable, y sorpresivamente te mandan a lugares donde venden dormilonas, sostenes y pantaletas. Ante el equívoco, te vas de nuevo a tu improvisado guía, el peatón argentino, y le dices que no quieres nada de eso, le explicas de nuevo y entonces descubres que te mandaron a donde vendían corpinos y bombachas. Insistes en lo de la lencería, ahora con un poco más de cautela y explicaciones, y bueno, te mandan a donde venden ropa de cama y resuelto el lío. Pero, ahora sabes que nada de preguntar por lencería si estás buscando fundas de almohada.

A mi me encanta comer en la calle, pero pronto aprendes en Buenos Aires a leer y averiguar lo más posible, antes de ordenar comida en Buenos Aires. Por todos lados te ofrecen unos bifes de chorizo anunciados por aquí y por allá. Bife se entiende, más o menos, pero hechos con un chorizo, no. Te aventuras a pedirlo ese día que andas por la calle haciendo mil diligencias, y sorpresa de sorpresas, te traen un churrasquito limpio de grasa, con papas fritas. Bueno, por lo menos ésta la pegamos. Me sigo preguntando qué tiene que ver el chorizo con este plato. 

Dos días más tarde, intentando comprar un bolígrafo, la cosa se te vuelve a enredar. Hablando las dos castellano, la frustrada vendedora en la librería me pide que le apunte con mi dedo lo que necesito pues no me entiende. "Ah, querés una birome!". Bueno ahora lo sé. Aquí el bolígrafo no sólo se ha cambiado el nombre sino también es transgénero.  Una birome. Verifico en internet con la infalibre Real Academia de la Lengua, el portal del DRAE, y la birome está aceptado como castellano. Vamos mejorando y entendiendo mejor las cosas.

En las clases de corte y costura que tomo los miércoles también lo del lenguaje me ha hecho sacar canas verdes, Una franela se llama remera, la falda, pollera, la chaqueta, campera y el suéter, buzo. Además, a ninguna tela se le llama como la conozco. Qué lío.

A los muchachitos en esta tierra se les llama chicos. A los viejos, gente grande. A las mujeres les llaman minas. A los panas, pibes. En la calle, las aceras se llaman veredas y los autobuses, colectivos. Las maletas son valijas, los bombillos, lámparas, y estas últimas se conocen como veladores o veladoras. Las neveras no existen acá pues se llaman heladeras. El coleto es el repasador y el cloro, lavandina. Facilito entenderse, no es verdad? 

En la cocina la cosa es aterrorizante. La mantequilla no existe, sino le llaman manteca. Lo que nosotros entendemos como manteca aquí se le denomina grasa, y óleo es aceite. Todo con mucho sentido pero nuevo. Los pimentones se llaman morrones y los albaricoques, pelones. Los perros calientes aquí son los panchos. Nadie llama vegetales a los miembros de ese reino que no es ni animal ni mineral, nada de eso. Aquí todos los vegetales se llaman verdura, así nada más. Sin embargo, a los vegetarianos no les llaman verduleros. Tampoco es para tanto, supongo. Y si hablamos de la carne, acá un asado no es una carne puesta a cocinar en el horno, sino todo un complejo de pedazos del cuerpo vacuno, y aun del porcino, distribuidos en una parrilla para asarse a las brasas. El término también denota la reunión social motivada por este festín carnívoro, crudamente discriminatorio con los vegetarianos, habrá que admitirlo. 

Luego tenemos una lista infinita de adopciones extranjeras en el uso de la lengua castellana local. Por ejemplo, una larga mano italiana se nota por todos lados. La mozzarela aquí es la muzza, así con "u", y el trabajo es el laburo, así con "b" y también "u". Ni que hablar de que los varones se llaman unos a otros queridos y se besan los cachetes a cada encuentro a diestra y siniestra, en la calle, las oficinas y los cafés. Divinos. El italianismo alcanzó a las cervezas y acá se llaman birras.

Para gran sorpresa nuestra, a los ladrones les llaman chorros, con una "r" adicional a nuestros choros. Aquí nadie toca la corneta sino el claxon. El boleto del tren o colectivo, y también para la entrada del teatro, es el billete, y a las metras les llaman simplemente bolitas. Y hablando de eso, la palabra argentina boludo, tiene toda una larga lista de acepciones y usos locales, de la cual sólo tomaremos la definición nuestra de pendejo, para simplificar. 

Así las cosas, aquí lo importante pareciera ser el hecho y no la palabra, como tan acertadamente lo asegura Les Luthieres. Y el hecho cierto es que estamos en una vida extranjera que nos intentamos aprender para mejor y, también, para hacerla nuestra. 

Así entonces, los ves venir por la calzada, parecen conocidos hasta que sus voces te alcanzan y te pasan por un lado. Vienen hablando algo que te suena familiar porque también es castellano y lo sabes, pero no entiendes mucho de lo que se dicen estos dos peatones. Sabes que son latinoamericanos, eso se nos reconoce a leguas. Parecen venezolanos pero no lo son. Su acento los delata como locales. Son argentinos. Prestas mucha atención a lo que hablan e intentas entender las palabras y sus inflexiones.

Has emigrado. Aunque aún queda mucha luna de miel en el tintero, en esta nueva etapa, ahora estás en pleno entrenamiento.

Por cierto, Corina ha conseguido un buen trabajo esta semana. Es un magnífico comienzo con muy buen pié. 

Ahí vamos. Gracias por venir con nosotras. 



sábado, 7 de abril de 2018

SOBRE DAMNIFICADOS Y PEDACITOS


Antes de comenzar a escribir, hago una aclaratoria en deuda con la publicación de la semana pasada, respecto a mi pana Alvaro González Amaré. En un arranque de amor descontrolado como el que siento por él, escribí que nos une una amistad de cincuenta décadas. No es verdad. No le conocí navegando en un galeón español durante la Conquista Española de Venezuela, sino a bordo de su Frikito, un Volkswagen lindo que Alvaro manejaba entonces, yo sentada en las escaleras de la panadería caraqueña La Flor de Altamira con mi amiga Mercedes, él y su amigo Mariano piropeándonos y tirándonos besos desde el carro medio mal estacionado en la calle frente a nosotras. Eso tan lindo que sólo sabemos hacer magistralmente a esa edad que todos teníamos aquel día de 1972. La vida nos tenía reservadas un montón de sorpresas a los cuatro. Yo habría de ser algún día, entonces no tan distante, la madrina de la boda de Mercedes y de bautizo de su primera hija, Yira.  Mariano, sería mi novio por los siguientes dos años. Alvaro, se hizo mi amigo de toda la vida. De veras no se puede pedir mucho más de un encuentro vespertino a los veinte años en Altamira, en aquella Caracas.

Como tampoco se puede pedir más de cómo las cosas han sido para nosotros, a lo largo de nuestras vidas. En todos y cada uno de esos aspectos que nos conforman como personas. Nuestros pedazos que nos hacen ser quienes somos. Quienes nos hemos vuelto. No sólo Alvaro, Mercedes, Mariano y yo misma. Todos nosotros. Esos que éramos y seguimos siendo los muchachos de esa generación. Eso que nos distinguía entonces y aún hoy día nos distingue. Eso que algunos llamamos gentilicio, que nos define como venezolanos. Esa generación de muchachos que presenció y vivió en primera persona la transformación de Venezuela de una nación buscando su futuro, a una tierra de nadie en absoluto descontrol económico, político y social. Sentados en primera fila vimos cómo nos hicimos pedazos. 

Por eso hoy salen hoy a colación los pedacitos y los damnificados. Por esos muchos pedacitos que somos. Individual y colectivamente. Eso que nos conforma. Que nos define.

Me pregunto si será que las sociedades no somos en realidad un “todo” grande y sólido. Estructurado y compacto. Más bien pareciera que las personas y las sociedades en las cuales nos agrupamos, somos realmente un conjunto de pedazos, reunidos alrededor de una idea que nos hacemos de nosotros mismos. Eso parecemos ser, trozos pegados unos con otro. Un conjunto de pedazos, de historias, de aprendizajes, de días, de sueños. Una narración que vamos contando mientras nos sucede. Eso que nos vamos inventando, que a falta de mejor concepto le llamamos historia. La realidad y los sueños de todos a una, como en Fuenteovejuna. Gentes que se miran y se reconocen como pares de tanto hacer las mismas cosas. Reunirse alrededor de la misma comida. Bailar la misma música. Llorar los mismos muertos y sentir las mismas alegrías. La palabra paisano llena de nostalgia. Eso que iguala sin explicación.

Sin embargo ahora mismo, para esos pedazos que nos hemos vuelto los venezolanos, la cosa no pinta nada fácil de recomponer. Pareciera que hay mucho que sanar primero, antes de comenzar a pegar pedazos por aquí y por allá, a ver si nos volvemos a parecer a esos venezolanos que conocemos. Eso que tanto nos gustaba de nosotros mismos. Porque en el accidente fatal que ha sido nuestra historia contemporánea de los últimos años, la pérdida fatal más sensible ha sido ese recurso natural no renovable tan valioso, nuestra gente joven. Por muchos pedazos nuestros que intentemos poner en ese hueco del rompecabezas, siempre nos faltará esa generación.  Se hayan ido o se hayan quedado en del país. Eso quizás sea lo más complicado. Porque siento que la gran mayoría de nuestros muchachos venezolanos están hechos pedazos. Y están, además, damnificados. Donde y cómo quiera que estén. 

Hace unas semanas, aquí en Buenos Aires, le damos posada a una muchacha venezolana en nuestro reducido apartamento tipo estudio, una amiga de Corina desde hace varios años. En este “monoambiente”, como le llaman en Argentina a estos espacios pequeños, es donde desde hace tres meses hago campamento con Corina, Francisca, el taller de costura, un micro taller de Corina y el consultorio de Terapia Floral de Bach, una mínima cocina, un balconcito y un baño. En realidad, la historia de la venida y la estancia de esta chica es mucho más compleja, pero sólo diremos eso, que es una amiga de Corina a la cual le hemos abierto nuestro modesto hogar porteño para llegar a establecerse en Buenos Aires, en su huida de una Venezuela que les mata de hambre y miedo a ella y a su familia.  Sintetizo.

A nuestro hogar llegó a refugiarse una joven mujer venezolana totalmente hecha pedazos. Emocionalmente disfuncional en grado extremo, muy pronto nos damos cuenta que tenemos en casa a alguien que está completamente roto. Una damnificada que no sólo perdió hace años el piso que sostenía su vida, sino que ha vivido por tanto tiempo siendo damnificada en su propia vida, que ya no recuerda cómo vivir de otra manera. Mucho más grave aún, que tampoco parece poder tolerar que se viva de ninguna otra forma. Que resiente y agradece todo en una misma frase. Que te mira de soslayo, que llora por los rincones, que no afloja eso a lo que se agarra, aunque le digas una y otra vez que ya no le sirve para nada en su nueva vida. Que quiere creerte pero que no puede hacerlo. Una sufrida paradoja hecha gente.

Con esa fuerza telúrica que es la desesperación, los venezolanos llegamos a tierras extranjeras corriendo como locos a conseguir cómo ganarnos la vida, cómo comenzar a enviarle ayuda a nuestra gente que se quedó atrás, como planificar para irlos sacando de uno en uno. A las tres semanas, esta chica ha conseguido lo imposible. Tiene dos trabajos. Dos sueldos, casa y comida. Cuida a una señora mayor de lunes a viernes.  Los viernes se va a cuidar a otra abuelita hasta el domingo. Su gasto mayor es ahora ese pasaje entre las dos abuelas que cuida. En Margarita, donde vivía hasta el mes pasado, su sueldo de maestra primaria en una escuela pública le alcanzaba para comer dos días. En un hogar de seis adultos y una niña de cuatro años, la paga de los cuatro adultos con trabajo, apenas alcanza hasta el día 20 de cada mes.  Ella es la única en el grupo familiar con pasaporte vigente, así que queda designada para emigrar. Su idea fija es encontrar la manera de ir sacándolos a todos. Salvarlos de esa situación a la que no se le ve una salida cercana. Esto parece ser la única cohesión de sus pedacitos rotos.

El damnificado es un ser humano que está en una minusvalía emocional tan gigantesca, que no es capaz de dar nada. Nada de nada. No puede ni tan siquiera ver al otro. No se siente bien ni dentro de su propia piel. Nada le sirve. Está todo magullado. Ha sufrido por demasiado tiempo. Es como un preso de conciencia al que de pronto le sueltan a la calle, luego de años de cautiverio y aislamiento. Está desorientado. No sabe bien qué esperar, a dónde ir. Sólo sabe que debe ganarse la vida para salvar la de los suyos que dejó allá atrás, dentro de los calabozos. Lo demás, no importa nada, casi en absoluto. Lo hemos vivido en casa. Lo hemos visto suceder.

Desde que esta chica salió a sus nuevos trabajos la semana pasada, me pregunto una y otra vez cómo nos sanaremos de esto que su visita nos puso aún más en evidencia. Porque para recomponer algo que está tan roto y con tantos pedazos faltantes, se necesita mucho más que oponerse al régimen criminal que nos ha fracturado el alma de esta manera.  Cuánta higiene mental habrá que aplicarnos. Cuánto amor. Cuánto perdón. Cuánta reflexión exigirá de nosotros. Cuánto más karma sin resolver habrá que enfrentar y sanar de una buena vez y para siempre.

Esa buena muchacha que llegó a nuestro nuevo hogar en Argentina, no pudo verse en nosotras. No vio en nuestra vida casi nada en lo cual reconocerse a sí misma. No ve nada que le da tranquilidad ni confianza. Todo lo contrario. Su poca flexibilidad la vuelve un problema. Nosotras tampoco estamos para ser muy flexibles. Pronto se nos ven a todas esas precarias costuras con las que intentamos unir nuestros propios pedazos. No nos hacemos bien. Todas adoloridas, sabemos que cada quien tiene que resolver por su lado.

Se me ocurre que de ésta y muchas otras experiencias parecidas, será que saquemos la verdadera ganancia en la vida que nos ha tocado vivir a los venezolanos de fines del siglo XX y comienzos de XXI. Que quizás sea de esta ganancia de dónde obtengamos lo que necesitamos como un gentilicio digno, en el cual vernos reflejados la mayoría. Con orgullo y alegría.

Porque para ese entonces, habremos vuelto a erradicar el paludismo y el dengue. El Guri estará siendo el orgullo tecnológico que le corresponde. La gente con pocos recursos también tendrá acceso a una productividad y unas riquezas planificadas y bien distribuidas. Porque será mejor y más barato que diga Hecho en Venezuela. Porque tu principal competidor no es ya un Estado omnipotente, multimillonario mono productor, corrupto y corruptor sin freno posible. Porque el ser humano estará por encima del imperio de una ideología o demagogia. Porque las fuerzas sociales, políticas, económicas, industriales, militares, laborales, religiosas, entre otras tantas, se volverán a reunir en un nuevo Grupo Santa Lucía, para repensar a Venezuela con la mejor planificación posible. Nuevos IESA que habrán de surgir cuando ya no seamos unos damnificados con tantas urgencias de supervivencia. Muchos muchachos de regreso, otros planes Mariscal de Ayacucho. Más disciplina, menos guiso. Ojalá.

Nuestros pedacitos mejor acomodados hacen una hermosa imagen. Nosotros lo sabemos. Tantos otros países que nos reciben con los brazos abiertos, también lo saben. Porque pueden ver en nosotros que, aún en pedazos, nos alcanza la fuerza para ser una mano de obra excelente, fuerte y luchadora. Así como le alcanzó a esta muchacha venezolana que recibimos en casa hace apenas un mes, una damnificada que lo ha perdido casi todo, y a la cual le vimos conseguir lo imposible en tres semanas.

Habrá que aprender a usar esa energía en favor común cuando toque reconstruirnos, por fuera y por dentro también. Quiero creer que es posible. De verdad, ojalá.