martes, 11 de septiembre de 2018

BUENOS AIRES 21 – CARACAS


La primavera se acerca en Buenos Aires. Están retoñando los tres arbolitos feos que podé al mudarme acá, a este segundo lugar tan especial donde hemos vivido desde hace tres meses. El primer sitio en donde vivimos en esta ciudad, está en San Telmo. Fue inolvidable. Ahora vivimos en Montserrat, cerca de Congreso. Céntrico. Consigues de todo. Es hermoso. Muy práctico.

Pues sí, como decía, al limonero que podé en junio pasado le están saliendo unas hojitas y también una flor que, en ausencia de las ramas porque las podé todas, está brotando desde el tronco mismo. La fuerza de la vida que se abre paso a como dé lugar. Me encanta vivir en cuatro estaciones. Este invierno fue muy frío en Buenos Aires, sobre todo con mucho viento polar que te calaba los huesos. Ya está pasando. Como me gusta tanto el frío, me he gozado mucho el invierno. A mí el frío parece ayudarme a entender mejor.

Vine al Argentina siguiendo la invitación de Corina, mi hija mayor. “Vamos a vivir, mamá”, me dijo desde su asiento, en el avión que nos traía, mientras pasábamos volando altísimo sobre los Andes. Y eso fue exactamente lo que hice: volví a la vida. Gracias a ti, querida Corina, mi hija mayor, una hija fuerte como una amazona, tan deliciosa como el dulce de leche y mucho más sabia que Wikipedia. Gracias, hija.

En las primeras semanas en Buenos Aires, mi hermano Juan hizo la observación de que había recuperado mi voz. Cierto. Buenos Aires me regresó esa fuerza que empuja al espíritu hacia más arriba. Hacia ese sitio desde donde te das cuenta que ahora tus manos van delante de ti. Donde el miedo desaparece. Ese lugar tan bueno que es saber lo que no quieres. Lo más cerca que he estado de saber qué quiero.

Escribo esto camino a Caracas. Llego a mi ciudad este próximo viernes, en pocos días.

Acertado y hermoso, ya lo dijo Antonio Machado, "el corazón tiene razones que la razón no entiende". Ni hay tampoco para qué sentarse a intentar entenderles. Razones hay de sobra, Tampoco hay tanto que entender.

Es mucho más difícil escribir lo que ponderas en lugar de hacerlo acerca de lo que sabes, ya lo dijo mi cuñada Alison (estoy rodeada de gente sabia). Por eso el absoluto silencio de agosto y parte de septiembre. Ordenando las ideas. Revisando las opciones.  Hilvanando las posibilidades de un regreso complejo, para llamarlo rápido de alguna manera. Elementos que se mezclan, cada uno con su peso específico. Con su relevancia concreta. Todo cuenta. De las muchas razones hay algunas, sin embargo, que tienen mucha mayor importancia que otros. Mayor peso. Que te ocupan un espacio grande en la vida. Que cargas contigo. Que son tus motivos. Tú misma. Algunas son obvias, otras no lo son tanto. 

Razones, causas y efectos en una sola línea de pensamientos:

Mi hija menor, Alejandra.

Cumplir este próximo diciembre la edad que tenía mi padre cuando murió tan triste y lejos de casa. De su tierra. De sí mismo.

Que el año que viene se cumplirían treinta años de haber salido de Caracas siguiendo sueños ajenos.

La certeza de que ya fue suficiente.

Una añoranza por vivir los sueños propios que no desaparece.

Saber que aún no has terminado la tarea.

Tener tanto deseo de hacer eso tan urgente por ser hecho.

Se van sumando y entrelazando las razones. Ese quizás es el momento en que comienzas a empacar dentro de ti. Otra vez al camino. Cuatro maletas, cinco cajas y Francisca. En el camino quedaron Cecilio, nuestro perrito mocho de una patica trasera y el perro más terco de todos los que haya tenido, enterrado en el jardín del último edificio donde viví en Margarita, Y mis gatas hermanas, Chiqui y McKenzie, que me acompañaron hasta Hollywood, Florida. Ahora sólo seremos Francisca, la perolera y yo. También Alejandra. Gracias, Virgencita del Valle. Te la debo. Y por encima de todo, gracias a ti, Alejandra, la más valiente de todos nosotros. Buena, modesta y sabia, como toda buena heroína. 

Mis hilos y los aros de bordar otra vez de un lado al otro. Las muchas tijeras Fiskars, telas de todo tipo, patrones, cuentas de colores en vidrio, metal y plástico, encajes, tiras bordadas, lanas y cintas. Materiales trotamundos con una dueña un poco chiflada. Salieron de Margarita hace cinco años. Venían de tierra firme, de las montañas de los Altos Mirandinos, donde ya habían dado vueltas desde la recta de Las Minas, al Toronjil, a Club de Campo, y de regreso a Las Minas para luego terminar en Lomas de Urquía, desde donde cruzaríamos el Caribe hasta la Isla de Margarita.

Ya está bueno. Ha sido mucho pedirle al cuerpo y a mis hijos. Demasiado. Quizás porque se nos había perdido la brújula en 1989. Quizás porque había mucho que entender, de todas maneras. La verdad, no importan las razones, porque igual la razón no las entenderá. Y el corazón es pésimo para explicarlas.
Sólo en Caracas sabré si ya llegué. Y qué viene después. Veremos.

Mi buen hijo Armando Ignacio nos sigue de cerca, su amorosa y generosa compañía nos da la firmeza que los pasos van perdiendo con los años. Es la mejor mano fuerte de hombre lúcido y responsable que conozco. Gracias, hijo querido.

Por el momento, un largo viaje de vuelta. Dejo a Buenos Aires entrando en la primavera. Allá, Caracas comienza ya sus mañanas despejadas de fines y comienzos del año. Pasearé a Francisca por Los Palos Grandes, iré de compras al Gama y al Plaza, que siguen allí. Caminaré por el Parque del Este, lo llamen ahora como lo llamen. Abrazaré a mi hija menor cuando llegue a casa del trabajo, nos reiremos juntas, jugaremos Scrabble y saldremos a pasear. ¡Ah, y el cerro, siempre ahí, mi Ávila caraqueño!
  
Cuando vaya a Margarita, donde debo ir pronto de ida y vuelta en viaje de reconocimiento, veré los ojos de mi tía Simonetta, de mi hermana Alicia, de mis primos y amigos, para poder así hacerme una mejor idea de las cosas en la isla, un lugar que también quiero tener en los planes y proyectos por venir.

De regreso en Caracas, iré a Los Galpones de Los Chorros, imprescindible reducto de lo que fuimos y somos. También atenderé la sorpresiva invitación de mi alumna Xiomara Santander y de su hija Mónica, de dar clases juntas en Petare, siguiendo su modelo de taller textil aprendido en aquel que dictamos hace tantos años en Catia cuando Adriana Meneses era quien dirigía el Museo del Oeste "Jacobo Borges, nuestro MUJABO.

Algunos pocos, como mi mamá y su esposo Carlos, que han acompañado estos meses de exploración, saben cuánto susto he pasado. Otros, como mi hermano Carlos Eduardo, tienen esperanzas en Venezuela parecidas a la mía, y no para de animarme con sus propios sueños enlazándolos a los míos. Ya veremos...

Aún no sé qué habrá detrás de este regreso. Es imposible saberlo y muy tonto esperar saberlo.

En verdad, la vida es hermosa. El viaje ha sido y es apasionante. Desde este viernes, a su orden en Caracas.

Seguiremos en contacto. Mil gracias por su compañía.

Siempre.

sábado, 14 de julio de 2018

BUENOS AIRES 20 - ESTAR O NO ESTAR

Si bien el conocido parlamento de Hamlet “to be or not to be”, se traduce siempre como “ser o no ser”, tal parece que cuando emigras se traduce más bien como “estar o no estar”.

Por el lado de mi madre, soy hija y nieta de inmigrantes. Italianos. Toscanos, para ser más precisa. Mis abuelos eran intelectuales. El Babbo era Latinista. La Mamma, Antropóloga. Al llegar a Venezuela se hicieron profesores en La Victoria, estado Aragua. Un poco más tarde, abrieron una editorial en El Panteón, en la Caracas de comienzo de los años cincuenta. Cuando yo los conocí, habían comprado un colegio en Valera, el Colegio Monseñor Mejía, en Valera, estado Trujillo, y eran sus directores. Para mis abuelos Tariffi nunca pareció haber dudas acerca de dónde estaban y dónde querían estar. Entre la Italia que ellos dejaron atrás, y la Venezuela que les abrió las puertas, pareciera que su respuesta era clara y sus acciones más aún. Siguieron siendo “musiúes” toda su vida venezolana pero estaban en Venezuela, sin duda ninguna y de todo corazón.

Lo que estoy presenciando en Buenos Aires, respecto a la migración de venezolanos, que me incluye, es algo nunca visto en este país, salvo por la inmigración italiana hace más de un siglo, que tanto les determinó a los argentinos de entonces y aún de hoy en día.

A donde quiera que vayas te topas con un venezolano o venezolana trabajando. Una lista de paisanitos de la semana pasada incluye a un chico de Valera, por cierto ex alumno del Monseñor Mejías, siendo entrenado en un centro de Internet por otro chico venezolano para que le sustituya, ya que este último se va pronto para USA persiguiendo el sueño de estudiar Ingeniería Aeroespacial. Una larga lista que llevo mentalmente como un registro consular extra oficial, completamente informal, por supuesto. 

Kioskos, tiendas, restaurantes, bares, librerías, fruterías, abastos y supermercados, charcuterías. Nos hemos vuelto despachadores amables y corteses. Cortamos jamones y quesos, preparando bandejitas impecables, tal como las conocemos de dónde venimos. Los mesoneros que se acercan a la mesa y le preguntan al cliente si le hace falta algo, si la comida está a su gusto, seguro, más que seguro son venezolanos.

Lo más raro de ver a tantos venezolanos, es su actitud cuando les hablas de quedarse en Argentina. Viejos y jóvenes, nueve de diez, te dicen que no. ¿Entonces cómo es esta migración tan extraña? ¿Qué dejamos nosotros atrás? ¿Qué queremos salir corriendo a buscar, en la primera oportunidad que se nos presente? ¿Somos o no somos emigrantes? ¿Estamos o no estamos? Esta no es una respuesta fácil. Por eso, la mayoría no nos hacemos la pregunta. Por eso le tememos a la duda de Hamlet. Porque casi todos los venezolanos, como yo misma, no tenemos una respuesta firme y segura. Ni dentro ni fuera de Venezuela. Esto último es lo más desgastante, me ha parecido últimamente. Porque ahora resulta que el que se fue, no sabe si quiere estar fuera. Y el que se ha quedado en Venezuela, tampoco está seguro de quererse quedar.

Este estar mirando constantemente hacia la puerta, no nos hace bien, Ni dentro ni fuera de casa. Estoy segura.

Por eso mismo estoy empeñada en sembrar mis matas aquí en Buenos Aires. Ya que no me puedo sembrar a mi misma, parece, pues ver cómo les salen unas raíces a estas maticas, me está resultando lo más parecido a estar aquí y ahora. Viviendo.

Ayer mi hija en Caracas extravió las llaves de la casa donde alquila una habitación, cuando fue al mediodía a almorzar. Desde Buenos Aires, rezábamos juntas por HangOuts para que aparecieran, y le daba ideas de dónde buscar. Mientras hacía esto con el celular, desde la laptop aplicaba a proyectos como redactora en las plataformas para freelancers donde aplico a diario. Las llaves aparecieron pegadas en la puerta de su habitación, y mi hija en Caracas corrió de regreso a su trabajo en Chacao.

Mientras tanto, mi otra hija en Buenos Aires, trabaja en un colegio cercano. Anoche llegó de regreso al final de su día laboral con un bello regalo: cuatro cuadernos para pintar. Dijo que era un premio por hacer lo que hago, como un juglar de semáforo, con varias pelotas de colores en el aire, aprendiendo a moverlas sin que se caigan al suelo.

Los domingos al final del día converso con los dos chifladitos que tengo por nietos, mis niñitos amados, allá en Ocala, en el corazón de Florida, en los Estados Unidos. Les he ofrecido ir a verlos pronto. Tenemos pendiente una pijamada que hará historia para los tres. Estoy segura.

Veo a mi alrededor como soy sólo otra imagen conocida, en este espejo de diáspora atomizada por el mundo entero que nos volvimos los venezolanos en el siglo XXI. Parecemos ser el único producto eficiente de la llamada Revolución Bolivariana: millones de venezolanos ahora en misión de venezolanizar al planeta. Eficiente e involuntario resultado de semejante tamaño disparate de experimento. Así, al menos se reduce la angustia de tener que responder si estamos o no estamos, donde sea que estemos cuando nos lo preguntan.

Un taxista me dijo el otro día que Argentina nunca será la misma luego de esta inmigración venezolana. Puede ser. Traerse al Caribe para tierras australes en tamañas cantidades, no puede pasar desapercibido. Según el Diario La Nación, en un artículo del pasado 16 de marzo, el promedio de venezolanos que entran a diario por las fronteras argentinas había alcanzado un promedio de 363 personas. Al día, no a la semana, ni al mes. Trescientas sesenta y tres venezolanos entraron al día en Argentina entre enero y febrero de 2018. Difícil de creer. Por lo que estoy viendo en la calle, debe ser cierto. O estar cerca de serlo.

Ya veremos qué le agrega esa agitada sal marina caribeña a esta reflexiva latitud sureña. Nuestras maneras de amar, con el ritmo en las caderas. La sazón de nuestras comidas, ese impelable comino en su justa medida. Nuestra pasión por la echadera de cuentos y el chiste permanente. La risa fácil y la mamadera de gallo a toda hora. Ahí vamos con nuestra dosis de luz y color caribe por el mundo entero. Cargando, como cargamos en el alma, tanto los muchos colores verdaderos de Mercedes Pardo, como esos amarillos que Cruz Diez hace que se nos formen mágicamente en la mirada. Ya veremos. Aún queda mucha tela por cortar. Mucho que coser y remendar.

Por el momento, vivo mis días porteños en una vida en compartimientos. Para no tener que dar una respuesta, no me pregunto si estoy o no estoy. Escribo para que no se me olvide nada de lo que soy. Para recordar de donde vengo. Por qué soy como soy. De quién soy hija, nieta y bisnieta. Quiénes son mis hijos y nietos. Por qué me siento tan rico en el chat con mis tías y primos Tariffi. Por qué lo primero que puse sobre el hogar que nos calienta estos días de invierno al revés, fueron las fotos de mis padres, como cualquiera buena inmigrante. De ahí vengo. No nos equivoquemos. 

Siempre cosiendo, cocinando y escribiendo.

Un millón por su compañía. Se les siente cerca y es tan bueno. Gracias

sábado, 7 de julio de 2018

BUENOS AIRES 19 - SILENCIO


Papá siempre aconsejaba que cuando no se tuviera nada bueno que decir, no dijéramos nada. Alguien más que me enseñó que callando "eres dueña de lo que callas y esclava de lo que dices”. He estado en silencio por otras razones, que no pasan ni por querer ser dueña de lo que callo, ni porque no tuviera algo bueno que decir. 

He estado en silencio porque me hacía bien callar. Porque han sido muchos movimientos en un tiempo muy corto. Mudarse de continente. País. Ciudad. Casa. Piel. Montones acumulados de pérdidas aún sin contabilizar.

De pronto sabes que tienes que callar, acallar y serenarte.

Esta aventura que sigo sobre mis pasos, es exigente. No escribo para entretener sino para respirar mejor. Porque escribir completa mi vida. Llevar una bitácora del viaje no lo hace más leve, lo vuelve más llevadero. Sé que la memoria es engañosa. Que los recuerdos se vuelven imágenes fijas, que como pájaros vienen de visita a la ventana de la mente una y otra vez. Qué decir entonces de los sueños, esos visitantes que tanto saben de uno, que vienen echando su cuento al oído desprevenido del que duerme y los evoca, aun sin saberlo, a ellos, a los recuerdos.

Por eso, ha sido muy bueno este silencio.

Anoche me acosté pensando si publicaría o no esta semana en este blog. Entonces amaneció lloviznando esta fría mañana de sábado en Buenos Aires. Me echo sobre los hombros un chal tejido por mi tía abuela Margarita, hermana de mi abuelo materno, que vivía en Fiesole, en las afueras de Florencia, Italia. Fue su regalo cuando me casé en 1977, y me ha acompañado desde entonces en cada mañana fría de los muchos lugares donde he vivido. El chal, unas buenas medias y la taza de café caliente, en esta mañana de invierno argentino.

Porque en el Sur estamos al contrario de lo que mi cuerpo conoce. Mientras en España mi prima Wanda se sancocha en el calor madrileño, mi hermano Juan se derrite en el patio trasero de su casa en Boca Ratón, mis otros hermanos Carlos y Alejandro sueñan con una piscina, el primero con la suya en Hollywood, FL., y el otro en casa de mi mamá en Kendall, FL., a donde llegará en unos días de visita desde Toronto, Canadá. Mi familia en la isla de Margarita se consuela con la brisa isleña, porque ese calorcito oriental venezolano tampoco es ningún chiste.  Mis nietos, en Ocala en Florida Central, andan medio desnudos y juegan con la manguera cuando no están con sus padres metidos en el agua chapoteando, aprendiendo a nadar. 

Se me sigue haciendo raro que yo ande en julio con tres capas de ropa superpuestas sólo para estar en la casa. Ya para salir, la cosa se vuelve toda una producción de bufandas, botas y orejeras sobre suéteres y un abrigo vino tinto. Si esto no es cambiar de vida, entonces no sé bien qué lo pueda ser.

Por eso quizás el silencio.  Para entender mejor de qué se trata. 

Estoy apostando a que me guste. Todavía tengo mis dudas. Con todo y lo enamorada que estoy de esta Ciudad de la Furia, de Buenos Aires. Ya me he enamorado antes de algo que no me conviene, especialmente a largo plazo. A los sesenta y cuatro, no creo que me interese mucho que ahora estos plazos sean tan largos. Intento escuchar a mi corazón. También por ello el silencio.

Ayer podé las matas que heredé en esta última mudanza. La casa donde vivimos ahora, la compartimos con otras dos familias. Una uruguaya y otra venezolana. Los primeros tienen una lavandería dentro de un hotel cercano. Los segundos, un restaurante en la zona de Palermo. Ya no vivimos en San Telmo. Estamos en el centro, en Montserrat, hacia la zona sur de Congreso, Ahora vivimos en el interior de una casa dividida en tres viviendas. Nosotras tenemos la que está frente al patio de invierno, con un techo de vidrio que se recoge con un sistema de poleas. Todo novedoso para este par de caribeñas que somos. En ese patio había un montón de plantas en macetas totalmente abandonadas a su suerte. En un receso de la costura, ayer le podé a todas sus ramas secas y feas. Removiendo la tierra de una de ellas conseguí una moneda oxidada de un peso argentino. Luego de limpiarla, veo que es de 1964. Pobres maticas. Mucho tiempo sin cuidado. Anoche le regalé la moneda a Corina, que de inmediato vio una obra con esa pieza. Así funciona la mente de una creadora. Qué privilegio estar juntas en esta aventura. Esas plantas van a retoñar, estoy segura. Quizás también retoñe yo misma en este nuevo clima y circunstancias. Veremos. Voy un día a la vez, una poda a la vez, una removida de tierrita a la vez.

Una cosa que me gusta de Argentina, es que no me asusta. Creo que lo he comentado antes. Estados Unidos me aterra. Argentina se parece más a “malo conocido”. Aquí uno se asombra de que haya más días feriados que en la Venezuela que conozco tan bien. No dejo de asombrarme por la cantidad de huelgas y manifestaciones callejeras que, una tras otra, pueblan los días de trabajo de este país donde vivo ahora. Mi hermano Juan dice, con mucha razón qué si bien USA es el paraíso del capitalismo salvaje, Argentina lo es del sindicalismo salvaje. Verdaderamente insólita la capacidad de protesta y de tolerancia a éstas con la que viven acá. Y viven bien, se los digo. El argentino promedio que he conocido se lamenta profundamente de que ahora no puede ir a comer a la calle todo lo que quisiera y en la frecuencia a la que estaba acostumbrado. Ya quisiéramos muchos, digo yo. Hace años que comer fuera de casa se volvió un lujo para la gran mayoría de los venezolanos, dentro y fuera del país. También se suelen referir a sus conciudadanos como unos “vagos”, cosa que me asombra y me enmudece, por miedo a parecer descortés y malagradecida, pero francamente en Buenos Aires ahora mismo, en todos lados te atiende un venezolano, cuando no son peruanos, paraguayos o bolivianos los que te sirven la mesa o te asisten en los comercios. 

Seguimos mirando esas cosas que se vuelven cuitas en estas crónicas.

En silencio siguen pasando los días. Quiero entender lo que escucho cuando no hay tanto ruido, como ahora.

Los arreglos de ropa siguen llegando y lentamente he ido haciendo una pequeña clientela. Es gratificante. Continúo mis estudios como creadora, transcriptora y traductora de textos por internet. También por ese lado hay alguito de trabajo, ahora mismo estoy transcribiendo para la Fundación Gonzalo Plaza que maneja mi hermano Carlos Eduardo, el Catálogo de la exposición “La Nueva Estampilla Venezolana”, una iniciativa de mi padre por allá en los años setenta, cuando por primera vez se diseñaron en Venezuela nuestros sellos postales. La idea de la Fundación es editar un hermoso libro, de cuya venta se alimentarán los proyectos educativos de ésta. Formé parte de ese catálogo en aquellos tiempos, mientras estudiaba en la universidad. Cuarenta y pico de años más tarde estoy transcribiendo un texto que ayudé a redactar entonces. Linda coincidencia.

No he abandonado la fabricación de plantas de tela, cosa que he descubierto me gusta mucho, sólo que ha quedado relegada a los espacios de esparcimiento. A veces también de actividad meditativa y de serenarse. De vez en cuando también desempolvo un bordado que anda por ahí.

Todo esto que acompaña ahora a las rutinas domésticas que comparto con mi hija y compañera, eso que es ahora mi nueva vida argentina. Eso, y un silencio nuevo al que me estoy acostumbrando. 

Así mismo como también se va una acostumbrando, poco a poco, a la compañía virtual de quienes amablemente nos acompañan con su lectura de estas palabras. Palabras a veces hilvanadas. A veces sueltas.

Es una nueva y amorosa experiencia. Gracias, a todos. Desde mi silencio.

sábado, 9 de junio de 2018

HOY HABLO SOBRE MI

Soy escritora. 

Desde niña supe que lo soy. Recuerdo que una tarde en el patio del recreo en el colegio donde cursé la primaria, alguien me preguntó qué haría de grande, creo que una maestra, quizás alguna de las monjas. Respondí que estudiaría "Fisolofía", "Filosofía", me corrigió entre risas ese adulto sin rostro en mi memoria. Olvidé al interlocutor pero nunca he olvidado ese episodio de la infancia. Debo haber estado en tercero o cuarto grado. Seguramente esa información provino de alguno de mis padres, o de mis abuelos paternos, con lo cuales pasaba mucho de mi tiempo cuando niña. Estaba repitiendo como un lorito, diciendo mal el título de lo que habría de ser mi carrera universitaria, Letras, conocida en los años sesenta como Filosofía y Letras, separadas luego de la renovación universitaria por aquellos mismos años, en dos carreras totalmente diferentes, para mi gran fortuna.

Soy escritora y cuenta cuentos. Escribo crónica. De lo que vivo. Lo que veo. Esto que hacemos cada día. Llevo un registro de lo que miro a mi alrededor. Escribo sobre ello. A veces se escribe luminoso. Otras veces oscuro, muy oscuro.

Así como le sucede al entorno atmosférico donde vivimos, a veces estoy de lluvia. Otras mañanas amanezco sin una nube en el cielo, el sol color rosa que se hace dorado pálido sobre los techos de las casas de enfrente. También las tormentas son parte de mis escritos, porque tampoco faltan en la vida diaria.

No escribo para entretener. No de manera intencional. Escribo porque al hacerlo alargo mi mano hacia afuera, abro la palma y dejo salir eso que quiero contar. Como aves levantan el vuelo esas palabras y se van por ahí, independientes ya de mi, de mis humores, del color que haya amanecido mi día. Escribo casi siempre de madrugada, de mañana, con mi café a un lado. En las más afortunadas épocas de la vida, el resto de los días los he pasado entre las telas y los hilos de otro amado oficio, el arte textil. A veces he sido tan afortunada que hasta he podido vivir de ello, de la enseñanza de lo textil y sus muchas facetas y oficios relacionados. Escribir y coser como formas de amar. De vivir.

Escribir es una de las cosas que más amo de ser yo. Sin pretensión. Así solamente, con ese amor que, con mucha suerte, apenas comenzamos a sentir por nosotros mismos sólo después de haber cruzado el umbral de una cierta edad. 

Esta mañana, y por primera vez desde que llevo este blog, me puse a mirar las estadísticas de los muchos lugares desde donde lo han visitado: Estados Unidos, Venezuela, Argentina, España, Italia, Canadá, Irlanda, Alemania, Francia, Panamá, Rusia, Perú, Chile, México, Puerto Rico, Uganda y Laos. ¿Laos? Uganda lo entiendo, porque mi amiga Morella Carta va de misiones a ese país africano varias veces por año, pero ¿Laos? Como bien le llamó Ciro Alegría, el mundo es ancho y ajeno. Algo que los venezolanos estamos experimentando duramente en carne propia en los pasados veinte años, y muy especialmente en los tiempos más recientes, a medida que la crisis venezolana se agudiza y asfixia aún más a nuestra gente.

Ahora que los venezolanos nos hemos atomizado por el mundo entero, nada de raro pareciera tener que te lean en los vecindarios aledaños del sureste asiático. Algo que mi abuelo Juan Bautista jamás habría soñado le sucediera a su hermosa "Fuga Criolla", seguramente ahora es mucho más probable que nunca antes: ser incluida en el repertorio de orquestas del ancho mundo que nos ha recibido a los emigrantes venezolanos de esta época de éxodo. Sucederá, más temprano que tarde, no sólo porque es una hermosa pieza sinfónica sino también por la enorme cantidad de músicos venezolanos que la conocen bien, que ahora regados por el mundo la incluirán en sus repertorios. Habrá que ver si las partituras le llegan a las manos indicadas en el momento adecuado, y entonces esto sucederá. 

La inevitable tristeza de este desafortunado movimiento migratorio que vivimos hoy los venezolanos, tendrá entonces el extraño piquete al revés de habernos hecho aún mas universales de lo que ya éramos. Porque lo somos. Desde nuestros días coloniales, los venezolanos hemos sido distintos, curiosos y universales. Eso exactamente fueron los extraños ingredientes combinados de la "tormenta perfecta" que fuera en sus días nuestra gesta independentista latinoamericana, surgida de la calenturienta imaginación universal de un genio venezolano llamado Simón Bolívar. 

Pensamientos como estos me alegran las mañanas cuando escribo tan lejos de casa, de mi casa, de Venezuela. Porque sé que todo este disparate de alguna extraña manera algún día ha de tener sentido. Lo tendrá. Esa certeza me pasa la mano por la cabeza, juega con mis cabellos y me consuela. Entonces me parece posible que todo esto tome cuerpo y se transforme en algo constructivo. Sólo entonces puedo con algo tan pesado, esto de cargar la casa a cuestas mientras intentas hacer con eso un poema. Tu vida. 

Como decía antes, he escrito desde siempre. Ser escritor no es publicar, es escribir. Lo importante es escribir. Ya se publicará, si le corresponde. Algo he publicado, sin embargo. También he sido colaboradora de diarios venezolanos como The Daily Journal, y también columnista semanal por varios años de otros diarios como El Diario de Caracas y Tal Cual . Sin embargo, nunca antes había experimentado el vértigo de lo inmediato e intimista que conlleva llevar un blog con constancia. Eso me maravilla de llevar este ejercicio: que se publica y lo comparto con ustedes en un instante. No conozco nada que se le acerque a la intimidad de este contacto tan inmediato del intelecto, esto que logra un blog desde la internet. Esto que sucede entre una Buenos Aires helada en su invierno austral al revés de todo lo que conoce mi cuerpo tropical, que sale disparado a las redes sociales y llega hasta donde le dé la gana llegar, incluyendo para mi gran sorpresa, a alguno que desde Laos tuvo la curiosidad de leernos. Se me hace poético y mágico. Me tiene verdaderamente fascinada.

Escribir también se hace para el que escribe. Esos pájaros que salen de mis manos muchas veces dan la vuelta en su vuelo y se regresan para posarse sobre mis hombros. Para leer lo que escribo, ¿pueden creerlo? Pero sí, sucede con frecuencia. Entonces entiendes que hablar solo no es cosa exclusiva de locos . Que de veras todos estamos un poquito chiflados y que no importa. Que está bien llorar unos días y reír otros. Que en este mundo de veras cabemos todos. Que casi nada importa tanto como tenernos unos a otros. Que sabernos amados es lo que da un eje sobre el cual girar. Lo que nos justifica y explica. Lo que da sentido y ordena. Lo que nos hace mucho mas fácil el tránsito que es la vida. Entonces, y sólo entonces, escribir se vuelve importante, se aleja del ego, se acerca al otro y lo acaricia de veras. Como debe ser para ser bueno. 

Sí, soy escritora. Entre algunos otros oficios. Quizás escribo para que algo quede de mi rastro. No lo sé. No me da curiosidad saber la razón por la cual escribo. Tampoco me ocupa ni me preocupa publicar lo que escribo más allá de los límites de este blog, que ahora sé que llegan lejos. Eso me gusta.

También soy lectora. De casi cualquier cosa que me caiga en las manos. Leo también por pasión y hábito. Los libros, las telas y los hilos definen mi entorno. Ahora en este capítulo que vivo al Sur del Sur, en esta Buenos Aires fantástica, leo a Borges y a Cortázar con la ilusión y la maravillada lectura que sólo te da releer.  Ahora también he aprendido a leer otros blogs y páginas web de gente tan interesante como mi prima Mariela Michelena, psicoanalista, desde Madrid. Búsquenla en la web, se los recomiendo. Es una genia con agudo e inteligente sentido terapéutico del humor sano y sanador. 

Y bueno, suficiente de mi por mucho tiempo. Me debía esta especie de improvisada carta de presentación sin curriculum vitae, que nada importa, a decir verdad. Porque, como no sé quién me lee ni desde donde, mejor me presento y les cuento un poco sobre quien escribe. Eso pensaba en la madrugada de este sábado de junio. Y ya está dicho. 

Pronto nos mudaremos a un apartamento en planta baja, no muy lejos de donde estamos ahora, del cual les echaré muchos cuentos porque promete. Ya lo verán. 

Mientras tanto, como siempre, muchas gracias por su compañía amorosa, que la siento aunque estén en silencio del lado de allá. 

Cariños desde el Sur.










sábado, 2 de junio de 2018

REFLEXIONES SOBRE ANDRES ELOY BLANCO Y LA CHOLA MATERNA VENEZOLANA


Lo primero que llama mi atención es el volúmen del grito. Una gruesa voz de hombre lanza alto y fuerte desde la calle “Mira mamagu…, déjala quieta no jo…, maldito cobarde”. Corro al balcón. 

Un hombre con chaqueta y casco de motociclista está golpeando en el estomago a una joven que no dice palabra y cae al suelo. Horrorizada veo que a pocos pasos hay otro hombre joven, que parece ser el de las groserías a gritos, que comienza a acortar la distancia entre ellos mientras continúa gritando a todo volumen: “Cobarde, maldito, no jo…, pégame a mí a ver si te atreves a pegarle a un hombre co…de tu madre!”, “Cobarde maldito, mil veces cobarde!” La lluvia de groserías continúa en un claro y fuerte acento venezolano, mientras el que las grita llega justo al lado de la jovencita que, en el suelo doblada sobre sí misma, se sostiene el abdomen. El agresor ha retrocedido hasta su moto estacionada sobre la acera, gritando cosas difíciles de entender por el casco integral que lleva puesto, pero son con fuerte acento argentino, eso sí se distingue. Montado en la moto, se voltea y lanza una última amenaza con la moto ya encendida y el puño en alto amenazante. Volteado sobre el asiento, se lanza rápido calle arriba. 

Regreso la mirada hacia la izquierda de la acera, donde ya el joven venezolano ha llegado junto a la chica, que no termina de incorporarse mientras él le habla y le pone la mano en la espalda. Desde mi balcón, apenas a unos pasos de distancia, salgo de mi susto inicial por la violencia de la rápida escena, y les pregunto, levantando la voz para que me escuchen, si ella está bien y si quieren que llame a la policía. Entonces, sólo entonces, la chica golpeada se incorpora y me contesta que no, que no llame a la policía, que ella está bien. Los muchachos hablan y es el joven venezolano quien ahora me dice “No se moleste, señora, ya para qué. La voy a acompañar a su casa. Gracias” No resisto la duda. Le insisto: “Chamo, tú la conoces, estás seguro que va a estar bien?”,. “No señora, no la conozco, pero no se preocupe. Estos argentinos tienen la mano muy suelta con las mujeres.” Y unos segundos más tarde, mientras ya han dado una par de pasos, agrega con indignación, mirando hacia donde sigo parada en la orilla de mi balcón: “Esto es a cada rato, señora.” Los jóvenes se van caminando por esta oscura calle de San Telmo donde vivo. Regreso pensativa al interior del apartamento.

Es cierto. El feminicidio en la República Argentina es un problema social grave. Así como es de amorosa y cortés la amabilidad de muchos hombres que he conocido en estos pasados cinco meses, también es tristemente cierta la actitud displicente y agresiva hacia las mujeres de muchos otros, la cual es igualmente notoria y muy desagradable.

La inmensa ventaja que me dan los años que cargo puestos encima, ya me ha dado la licencia de pararle el trote a unos cuántos maleducados en la calle. O no te dan paso en la acera, o sencillamente te atropellan y tropiezan. En voz alta y clara les digo “Maleducado, a las señoras se les da paso, grosero”. Pueden creerlo? Yo, así tan tranquilita como me veo, sin tan siquiera levantar la voz, simplemente se los digo en su cara. No lo pueden creer, me miran asombrados. No están acostumbrados a que se les hable de esta forma. Suave pero firme. Bien firme. La mayoría se disculpa. Si señora, dicen medio avergonzados y medio asustados, pero se disculpan. Buena para mí.

Ahora en esta nueva vida que hago como como peatón, intento desplegar esa misma cortesía que he tenido toda la vida como chofer, de la cual -además- me siento muy orgullosa. Me la enseñó mi papa cuando me dio mi primer carro y me enseñó a manejar, allá en la Caracas de comienzos de los setenta. No me olvido que sus palabras fueron “La cortesía te puede salvar la vida, Elena”. Ha sido cierto. Para tener el tiempo de ser cortes, es obligatorio andar pausado. Con ello, ganas unos segundos extra y te fijas ahora mejor en los detalles. Eso es lo que te protege.

No voy a perder ese buen hábito en Buenos Aires. Faltaba más. De hecho, me está dando el pálpito que la fortísima emigración venezolana al Argentina marcará algunos hitos también en esta materia.

No te das cuenta de lo educados que somos la mayor parte de los venezolanos hasta que nos comparas. Nunca más me quejo de lo grosero que se ha vuelto nuestro lenguaje en Venezuela. Esta noche vi correr a un argentino espantado, con todo y casco integral puesto, frente a la violencia de semejantes insultos a grito destemplado, la cual vi acercarse valientemente al agredido y hace retroceder al agresor. Buena para nosotros. 

Esto me ha puesto a pensar que de muchas maneras, y aunque hayamos reflexionado muy poco al respecto, se me hace que las madres venezolanas sí somos diferentes.

Ese fuerte y valiente matriarcado de mantuanas, negras, indias y mestizas que heredamos desde la arrasada Venezuela posterior a nuestras guerras independentistas y federales, se ve distinto desde afuera. Porque sucede que durante esos casi cien años de guerra, murieron casi todos nuestros varones en edad útil y reproductiva. Esto dió como resultado que Venezuela entró al siglo XX llena de mujeres solas que tuvieron que echar el país a andar, de una u otra forma. Poco se ha hablado de este tema, del que la historiadora Ermila Troconis de Veracoechea hace en su libro , Indias, esclavas, mantuanas y primeras damas,  un magnífico análisis (Caracas, Academia Nacional de la Historia, Ed. Alfaomega, 1990)

Eso, entre otros elementos, debe ser lo que ha hecho históricamente que a las venezolanas nos ronque el mango. Digo yo.

Argentina nunca será la misma, se los aseguro, después de tantos muchachos y muchachas venezolanas que harán su mestizaje cultural en esta tierra, porque ellos sí que saben entender una inequívoca voz de mando que hace una gran diferencia. Creo que le debemos todo esto a la muy sabia y oportuna voz del inconfundible lenguaje de la chola materna venezolana. Y eso, se aprende rápido en nuestras casas, no se olvida más nunca, y se carga puesto por el resto de la vida. Para bien o para mal.

Ese límite aprendido en los hogares venezolanos desde la más tierna infancia, tiene sus bemoles, es verdad. Pero, nos ha definido como gente que valora inmensamente la educación y los buenos modales. Eso también es muy cierto. No he visto jamás en Venezuela la conducta en los niños y adultos que tristemente he presenciado y vivido en Buenos Aires hasta la fecha.

Aquí muchos niñitos andan por la calle haciendo unas wagnerianas pataletas, no saben cuántas y de qué calibre las he presenciado horrorizada. Sus padres actúan de una manera totalmente nueva para mí, pues o los ignoran, o les tratan como si en lugar de sus progenitores fueran sus psicoterapeutas. Claro está que a los niños no se les pega nunca jamás de todos los jamases. De hecho, me he arrepentido hasta el agotamiento de los muchos zipotazos que les di a mis hijos en su momento, pero una cosa es un golpe y otra muy diferente una chola que te persigue mientras te delimita una marca que no se cruza, y que no olvidarás mientras vivas. Mas aún que la temida chola venezolana era la aún mas aterrorizante mirada de la mamá de uno. Y también de la mamá de los amigos de uno. Porque en Venezuela, también las madres de tus panas se sentían autorizadas a mirarte feo o hasta amenazarte con su chola si hubiera sido necesario. 

Supongo que la culpa la tiene Andrés Eloy Blanco, con sus” hijos infinitos” y ese cuento de que “cuando se tiene un hijo, se tiene al hijo de la casa y al de la calle entera…”. Por eso le incluyo a nuestro querido poeta en esta crónica de la mañana de hoy.

Muchos venezolanos compartimos con justo orgullo el haber aprendido esa noción de la mirada materna como zona limítrofe, nunca en reclamación como nuestro Esequibo. Nada de eso. Aquí no hay reclamo que valga. Una mirada clavada en ti desde el otro lado de la sala, o inclusive de ladito como quien no quiere la cosa, mientras mamá está fregando los platos y se voltea, y te mira rapidito con su mejor cara de pocos amigos, te fulmina y sigue en lo suyo. Uno se para en seco. Eso es lo que llamamos “La Mirada”. Todos sabemos lo que significa.

Menos mal que el reggetón y un montón de lolas operadas no serán lo único que le habremos aportado a esta generosa tierra argentina, que tan amorosamente nos ha abierto los brazos con trabajo, una vida mejor y la posibilidad cierta de echarle una mano a los nuestros que viven en Venezuela entre tantas dificultades. Con suerte le habremos aportado al menos un par de siglos de un matriarcado hermosamente mestizo, que nos ha hecho ser como somos, para bien y para mal, repito.

Ojalá ahora que nos hemos hecho emigrantes, sepamos llevar puesto lo bueno que tenemos, y que lo sembremos donde quiera que nos hayamos ido a vivir los millones de venezolanos ahora en suelo extranjero. Incluyendo nuestra sabia chola a tiempo. Límites firmes aunque no tan suaves, como habría recomendado mi querido Dr. Quiroz, extraordinario psiquiatra de familia, al que tanto admiro. Límites al fin, que todos hemos aprendido, y ahora parecemos estar exportando. Eso que su mamá le debió enseñar muy bien al chico venezolano que vi cómo hizo correr en la calle al abusador que es valiente para golpear a una mujer, pero no para enfrentar a otro hombre por sus actos. Bien por nosotros, se los aseguro.

Le doy las gracias  a mi mamá, a mi Yoya, mi abuela paterna, a las monjas buenas del colegio Sagrado Corazón, a Luisa Elena Valencia del Colegio Nuestra Señora de Pompei, a las muchas madres de mis amigos y amigas que me hicieron una hija más en sus casas, a mis tías, amigas, hermana, nuera y cuñadas, todas ellas madres que me han dado su ejemplo del cual aprender tanto. A todas las buenas mujeres que me ayudaron con su trabajo en la casa como empleadas domésticas, por las muchas veces que vi la presencia  inequívoca de sus cholas, hayan sido estas reales o virtuales, hayan estado dirigidas hacia mí o hacia alguien más. No importa. Una chola de madre venezolana tiene un lenguaje inequívoco de disciplinados límites. Eso enseña. Funciona.

Anoche vi correr a la universal cobardía frente a esa indignada chola materna venezolana, ahora hecha gritos y groserías masculinos que entienden lo que hay que hacer, porque alguien se tomó la molestia y el tiempo de enseñárselo claramente. Me llenó de justo orgullo.

Gracias a Andrés Eloy por haberlo puesto en palabras certeras, hermosas y tan venezolanas.

Al Dr. Quiroz, que me enseñó para siempre que las cholas no tienen que pegar para enseñar. (Les recomiendo mirar su Instagram “mfquiroz23” para reírse de lo lindo de uno mismo)

A ustedes, gracias, por su compañía en esta aventura que pica y se extiende.

A nuestras mujeres buenas y fuertes, que hacemos buenos hombres y buenas mujeres, este regalo:


Cuando se tiene un hijo,
se tiene al hijo de la casa y al de la calle entera,
se tiene al que cabalga en el cuadril de la mendiga
y al del coche que empuja la institutriz inglesa
y al niño gringo que carga la criolla
y al niño blanco que carga la negra
y al niño indio que carga la india
y al niño negro que carga la tierra.

Cuando se tiene un hijo, se tienen tantos niños
que la calle se llena
y la plaza y el puente
y el mercado y la iglesia
y es nuestro cualquier niño cuando cruza la calle
y el coche lo atropella
y cuando se asoma al balcón
y cuando se arrima a la alberca;
y cuando un niño grita, no sabemos
si lo nuestro es el grito o es el niño,
y si le sangran y se queja,
por el momento no sabríamos
si el ¡ay! es suyo o si la sangre es nuestra.

Cuando se tiene un hijo, es nuestro el niño
que acompaña a la ciega
y las Meninas y la misma enana
y el Príncipe de Francia y su Princesa
y el que tiene San Antonio en los brazos
y el que tiene la Coromoto en las piernas.
Cuando se tiene un hijo, toda risa nos cala,
todo llanto nos crispa, venga de donde venga.
Cuando se tiene un hijo, se tiene el mundo adentro
y el corazón afuera.
Y cuando se tienen dos hijos
se tienen todos los hijos de la tierra,
los millones de hijos con que las tierras lloran,
con que las madres ríen, con que los mundos sueñan,
los que Paul Fort quería con las manos unidas
para que el mundo fuera la canción de una rueda,
los que el Hombre de Estado, que tiene un lindo niño,
quiere con Dios adentro y las tripas afuera,
los que escaparon de Herodes para caer en Hiroshima
entreabiertos los ojos, como los niños de la guerra,
porque basta para que salga toda la luz de un niño
una rendija china o una mirada japonesa.

Cuando se tienen dos hijos
se tiene todo el miedo del planeta,
todo el miedo a los hombres luminosos
que quieren asesinar la luz y arriar las velas
y ensangrentar las pelotas de goma
y zambullir en llanto ferrocarriles de cuerda.
Cuando se tienen dos hijos
se tiene la alegría y el ¡ay! del mundo en dos cabezas,
toda la angustia y toda la esperanza,
la luz y el llanto, a ver cuál es el que nos llega,
si el modo de llorar del universo
el modo de alumbrar de las estrellas.

Giraluna (1955)

A todos, como siempre... Gracias…!