Al revés del Norte, es pleno verano en Argentina. Sin
embargo, amanece fresco. Aquí el azul del cielo es más claro, es azul celeste,
y los argentinos lo saben. Lo han puesto exacto en su bandera. Hoy ha amanecido
sin una nube. Salgo al balcón donde hay una mesita de mosaico con dos sillas
que serán mi escritorio por un mes. Los ruidos urbanos son tan diferentes en
Buenos Aires. Motos y motonetas que despiertan en la callecita Humberto 1º.
Perros ladrando por aquí, por allá. Palomas que aletean. El camión de la basura
hizo su bulla un poco más temprano. La brisa sabrosa huele un poquito a diesel.
Aunque estamos en el centro, apenas se escucha despertar a esta inmensa urbe
que es la ciudad donde vivo ahora.
Allá abajo, junto a la hermosa casa con la bruja
metálica de veleta en su techo, vive un grupo de jóvenes indigentes. Maletas,
sillas viejas, mantas y cobijas son su casa. Van y vienen durante el día,
supongo que también durante la noche. Una pareja y varios muchachos. Parecen
viejos pero se ve que no lo son. Parecen inofensivos, seguramente tampoco lo
son. Hablan animados entre ellos, se ríen, comparten comida. Desde detrás del
vidrio que nos separa del balcón, los miro a cada rato. Ya me había
desacostumbrado a ver esta miseria. Ayer, la joven mujer se droga mientras su
compañero la ayuda a taparse la cabeza con lo que parece una toalla, mientras ella
fuma algo que supongo es marihuana o crack. Qué sé yo. Buenos Aires está llena
de gente que vive de esta manera, en la calle, ya hemos visto varios. Afortunadamente
para mí, ningún niño. Los veré, sin duda ninguna. Toca aprender a vivir con eso.
De nuevo.
Los carros aquí se llaman autos. Los niños, chicos.
Apartamento ahora será departamento. La vereda es la acera Nuestro léxico
cambiará sin remedio. Nuestras costumbres también. Una vez más, a comenzar de
nuevo.
Durante el día terminaremos de cerrar con Estados
Unidos. Aún quedan cuentas y servicios por cancelar. Esta semana pagaré lo que
se les debe a las tarjetas de crédito. Escogí seguir en el grupo de los que
hacen lo correcto por que sí. Mi hijo mayor, Armando Ignacio, nos prestó dinero
para resolver lo que había que pagar en reservas del Airbnb, pasajes y los
gastos previos a nuestra salida de Norteamérica. Mis hermanos Alex y Juan nos
han estado echando una mano por aquí y por allá. Ya más aterrizadas, nos
pondremos a hacer esas transferencias. Por el momento, Corina y yo tenemos
nuestras finanzas combinadas, como compañeras de ruta que somos desde hace dos
años. Ambas extrañamos la autonomía de andar solas, pero sabemos que esto es lo
que corresponde hacer ahora. Nos ha costado aceptarlo. Mucho. Ambas sabemos que
el camino suele tener su propia sabiduría. Por decisión hemos dejado mucho
atrás. Andar ligera me sienta bien. Me veo más alegre en el espejo. Más serena.
Ya eso es bastante ganancia.
Desde que llegamos hace cuatro días he caminado unas
cien cuadras. Cargo encima un sobrepeso de al menos 25 kilos, que se irán
diluyendo entre esta caminadera, comer más sano y estar más contenta. Me traje
ropa de tres tallas y para cuatro estaciones. Una locura de planificación. Mis
pies han intentado protestar el cambio de paso. Les he explicado que no hay
derecho a pataleo. Literalmente. Sólo de andar. Hacia adelante. Punto. Corina
me ayuda con cremitas y masajes, sugerencias de medias y zapatos. Rico.
Pocas cosas tan benditas como los hijos buenos. Tengo
tres. Pocas cosas aún más privilegiadas que las hijas buenas. Tengo dos. Si me
escuchan quejarme, les ruego me recuerden sólo esto.
Me gustan las medialunas, el cielo celeste, la
cortesía argentina, los dinteles y balcones, las plantas sencillas por todos
lados, los perros como peatones. Me gusta este despertar de los sentidos, estar
pendiente de dónde pones la cartera para evitar al pícaro, aguzar el ingenio
para intuir al sinvergüenza, me gustan los comercios de chinos y las fruterías
de bolivianos en cada cuadra. Creo que por primera vez en mi vida me gusta el
sucio de las calles.
Ya vendrá lo que no me gusta. Está bien. Vamos bien. Estamos bien.