sábado, 14 de julio de 2018

BUENOS AIRES 20 - ESTAR O NO ESTAR

Si bien el conocido parlamento de Hamlet “to be or not to be”, se traduce siempre como “ser o no ser”, tal parece que cuando emigras se traduce más bien como “estar o no estar”.

Por el lado de mi madre, soy hija y nieta de inmigrantes. Italianos. Toscanos, para ser más precisa. Mis abuelos eran intelectuales. El Babbo era Latinista. La Mamma, Antropóloga. Al llegar a Venezuela se hicieron profesores en La Victoria, estado Aragua. Un poco más tarde, abrieron una editorial en El Panteón, en la Caracas de comienzo de los años cincuenta. Cuando yo los conocí, habían comprado un colegio en Valera, el Colegio Monseñor Mejía, en Valera, estado Trujillo, y eran sus directores. Para mis abuelos Tariffi nunca pareció haber dudas acerca de dónde estaban y dónde querían estar. Entre la Italia que ellos dejaron atrás, y la Venezuela que les abrió las puertas, pareciera que su respuesta era clara y sus acciones más aún. Siguieron siendo “musiúes” toda su vida venezolana pero estaban en Venezuela, sin duda ninguna y de todo corazón.

Lo que estoy presenciando en Buenos Aires, respecto a la migración de venezolanos, que me incluye, es algo nunca visto en este país, salvo por la inmigración italiana hace más de un siglo, que tanto les determinó a los argentinos de entonces y aún de hoy en día.

A donde quiera que vayas te topas con un venezolano o venezolana trabajando. Una lista de paisanitos de la semana pasada incluye a un chico de Valera, por cierto ex alumno del Monseñor Mejías, siendo entrenado en un centro de Internet por otro chico venezolano para que le sustituya, ya que este último se va pronto para USA persiguiendo el sueño de estudiar Ingeniería Aeroespacial. Una larga lista que llevo mentalmente como un registro consular extra oficial, completamente informal, por supuesto. 

Kioskos, tiendas, restaurantes, bares, librerías, fruterías, abastos y supermercados, charcuterías. Nos hemos vuelto despachadores amables y corteses. Cortamos jamones y quesos, preparando bandejitas impecables, tal como las conocemos de dónde venimos. Los mesoneros que se acercan a la mesa y le preguntan al cliente si le hace falta algo, si la comida está a su gusto, seguro, más que seguro son venezolanos.

Lo más raro de ver a tantos venezolanos, es su actitud cuando les hablas de quedarse en Argentina. Viejos y jóvenes, nueve de diez, te dicen que no. ¿Entonces cómo es esta migración tan extraña? ¿Qué dejamos nosotros atrás? ¿Qué queremos salir corriendo a buscar, en la primera oportunidad que se nos presente? ¿Somos o no somos emigrantes? ¿Estamos o no estamos? Esta no es una respuesta fácil. Por eso, la mayoría no nos hacemos la pregunta. Por eso le tememos a la duda de Hamlet. Porque casi todos los venezolanos, como yo misma, no tenemos una respuesta firme y segura. Ni dentro ni fuera de Venezuela. Esto último es lo más desgastante, me ha parecido últimamente. Porque ahora resulta que el que se fue, no sabe si quiere estar fuera. Y el que se ha quedado en Venezuela, tampoco está seguro de quererse quedar.

Este estar mirando constantemente hacia la puerta, no nos hace bien, Ni dentro ni fuera de casa. Estoy segura.

Por eso mismo estoy empeñada en sembrar mis matas aquí en Buenos Aires. Ya que no me puedo sembrar a mi misma, parece, pues ver cómo les salen unas raíces a estas maticas, me está resultando lo más parecido a estar aquí y ahora. Viviendo.

Ayer mi hija en Caracas extravió las llaves de la casa donde alquila una habitación, cuando fue al mediodía a almorzar. Desde Buenos Aires, rezábamos juntas por HangOuts para que aparecieran, y le daba ideas de dónde buscar. Mientras hacía esto con el celular, desde la laptop aplicaba a proyectos como redactora en las plataformas para freelancers donde aplico a diario. Las llaves aparecieron pegadas en la puerta de su habitación, y mi hija en Caracas corrió de regreso a su trabajo en Chacao.

Mientras tanto, mi otra hija en Buenos Aires, trabaja en un colegio cercano. Anoche llegó de regreso al final de su día laboral con un bello regalo: cuatro cuadernos para pintar. Dijo que era un premio por hacer lo que hago, como un juglar de semáforo, con varias pelotas de colores en el aire, aprendiendo a moverlas sin que se caigan al suelo.

Los domingos al final del día converso con los dos chifladitos que tengo por nietos, mis niñitos amados, allá en Ocala, en el corazón de Florida, en los Estados Unidos. Les he ofrecido ir a verlos pronto. Tenemos pendiente una pijamada que hará historia para los tres. Estoy segura.

Veo a mi alrededor como soy sólo otra imagen conocida, en este espejo de diáspora atomizada por el mundo entero que nos volvimos los venezolanos en el siglo XXI. Parecemos ser el único producto eficiente de la llamada Revolución Bolivariana: millones de venezolanos ahora en misión de venezolanizar al planeta. Eficiente e involuntario resultado de semejante tamaño disparate de experimento. Así, al menos se reduce la angustia de tener que responder si estamos o no estamos, donde sea que estemos cuando nos lo preguntan.

Un taxista me dijo el otro día que Argentina nunca será la misma luego de esta inmigración venezolana. Puede ser. Traerse al Caribe para tierras australes en tamañas cantidades, no puede pasar desapercibido. Según el Diario La Nación, en un artículo del pasado 16 de marzo, el promedio de venezolanos que entran a diario por las fronteras argentinas había alcanzado un promedio de 363 personas. Al día, no a la semana, ni al mes. Trescientas sesenta y tres venezolanos entraron al día en Argentina entre enero y febrero de 2018. Difícil de creer. Por lo que estoy viendo en la calle, debe ser cierto. O estar cerca de serlo.

Ya veremos qué le agrega esa agitada sal marina caribeña a esta reflexiva latitud sureña. Nuestras maneras de amar, con el ritmo en las caderas. La sazón de nuestras comidas, ese impelable comino en su justa medida. Nuestra pasión por la echadera de cuentos y el chiste permanente. La risa fácil y la mamadera de gallo a toda hora. Ahí vamos con nuestra dosis de luz y color caribe por el mundo entero. Cargando, como cargamos en el alma, tanto los muchos colores verdaderos de Mercedes Pardo, como esos amarillos que Cruz Diez hace que se nos formen mágicamente en la mirada. Ya veremos. Aún queda mucha tela por cortar. Mucho que coser y remendar.

Por el momento, vivo mis días porteños en una vida en compartimientos. Para no tener que dar una respuesta, no me pregunto si estoy o no estoy. Escribo para que no se me olvide nada de lo que soy. Para recordar de donde vengo. Por qué soy como soy. De quién soy hija, nieta y bisnieta. Quiénes son mis hijos y nietos. Por qué me siento tan rico en el chat con mis tías y primos Tariffi. Por qué lo primero que puse sobre el hogar que nos calienta estos días de invierno al revés, fueron las fotos de mis padres, como cualquiera buena inmigrante. De ahí vengo. No nos equivoquemos. 

Siempre cosiendo, cocinando y escribiendo.

Un millón por su compañía. Se les siente cerca y es tan bueno. Gracias

sábado, 7 de julio de 2018

BUENOS AIRES 19 - SILENCIO


Papá siempre aconsejaba que cuando no se tuviera nada bueno que decir, no dijéramos nada. Alguien más que me enseñó que callando "eres dueña de lo que callas y esclava de lo que dices”. He estado en silencio por otras razones, que no pasan ni por querer ser dueña de lo que callo, ni porque no tuviera algo bueno que decir. 

He estado en silencio porque me hacía bien callar. Porque han sido muchos movimientos en un tiempo muy corto. Mudarse de continente. País. Ciudad. Casa. Piel. Montones acumulados de pérdidas aún sin contabilizar.

De pronto sabes que tienes que callar, acallar y serenarte.

Esta aventura que sigo sobre mis pasos, es exigente. No escribo para entretener sino para respirar mejor. Porque escribir completa mi vida. Llevar una bitácora del viaje no lo hace más leve, lo vuelve más llevadero. Sé que la memoria es engañosa. Que los recuerdos se vuelven imágenes fijas, que como pájaros vienen de visita a la ventana de la mente una y otra vez. Qué decir entonces de los sueños, esos visitantes que tanto saben de uno, que vienen echando su cuento al oído desprevenido del que duerme y los evoca, aun sin saberlo, a ellos, a los recuerdos.

Por eso, ha sido muy bueno este silencio.

Anoche me acosté pensando si publicaría o no esta semana en este blog. Entonces amaneció lloviznando esta fría mañana de sábado en Buenos Aires. Me echo sobre los hombros un chal tejido por mi tía abuela Margarita, hermana de mi abuelo materno, que vivía en Fiesole, en las afueras de Florencia, Italia. Fue su regalo cuando me casé en 1977, y me ha acompañado desde entonces en cada mañana fría de los muchos lugares donde he vivido. El chal, unas buenas medias y la taza de café caliente, en esta mañana de invierno argentino.

Porque en el Sur estamos al contrario de lo que mi cuerpo conoce. Mientras en España mi prima Wanda se sancocha en el calor madrileño, mi hermano Juan se derrite en el patio trasero de su casa en Boca Ratón, mis otros hermanos Carlos y Alejandro sueñan con una piscina, el primero con la suya en Hollywood, FL., y el otro en casa de mi mamá en Kendall, FL., a donde llegará en unos días de visita desde Toronto, Canadá. Mi familia en la isla de Margarita se consuela con la brisa isleña, porque ese calorcito oriental venezolano tampoco es ningún chiste.  Mis nietos, en Ocala en Florida Central, andan medio desnudos y juegan con la manguera cuando no están con sus padres metidos en el agua chapoteando, aprendiendo a nadar. 

Se me sigue haciendo raro que yo ande en julio con tres capas de ropa superpuestas sólo para estar en la casa. Ya para salir, la cosa se vuelve toda una producción de bufandas, botas y orejeras sobre suéteres y un abrigo vino tinto. Si esto no es cambiar de vida, entonces no sé bien qué lo pueda ser.

Por eso quizás el silencio.  Para entender mejor de qué se trata. 

Estoy apostando a que me guste. Todavía tengo mis dudas. Con todo y lo enamorada que estoy de esta Ciudad de la Furia, de Buenos Aires. Ya me he enamorado antes de algo que no me conviene, especialmente a largo plazo. A los sesenta y cuatro, no creo que me interese mucho que ahora estos plazos sean tan largos. Intento escuchar a mi corazón. También por ello el silencio.

Ayer podé las matas que heredé en esta última mudanza. La casa donde vivimos ahora, la compartimos con otras dos familias. Una uruguaya y otra venezolana. Los primeros tienen una lavandería dentro de un hotel cercano. Los segundos, un restaurante en la zona de Palermo. Ya no vivimos en San Telmo. Estamos en el centro, en Montserrat, hacia la zona sur de Congreso, Ahora vivimos en el interior de una casa dividida en tres viviendas. Nosotras tenemos la que está frente al patio de invierno, con un techo de vidrio que se recoge con un sistema de poleas. Todo novedoso para este par de caribeñas que somos. En ese patio había un montón de plantas en macetas totalmente abandonadas a su suerte. En un receso de la costura, ayer le podé a todas sus ramas secas y feas. Removiendo la tierra de una de ellas conseguí una moneda oxidada de un peso argentino. Luego de limpiarla, veo que es de 1964. Pobres maticas. Mucho tiempo sin cuidado. Anoche le regalé la moneda a Corina, que de inmediato vio una obra con esa pieza. Así funciona la mente de una creadora. Qué privilegio estar juntas en esta aventura. Esas plantas van a retoñar, estoy segura. Quizás también retoñe yo misma en este nuevo clima y circunstancias. Veremos. Voy un día a la vez, una poda a la vez, una removida de tierrita a la vez.

Una cosa que me gusta de Argentina, es que no me asusta. Creo que lo he comentado antes. Estados Unidos me aterra. Argentina se parece más a “malo conocido”. Aquí uno se asombra de que haya más días feriados que en la Venezuela que conozco tan bien. No dejo de asombrarme por la cantidad de huelgas y manifestaciones callejeras que, una tras otra, pueblan los días de trabajo de este país donde vivo ahora. Mi hermano Juan dice, con mucha razón qué si bien USA es el paraíso del capitalismo salvaje, Argentina lo es del sindicalismo salvaje. Verdaderamente insólita la capacidad de protesta y de tolerancia a éstas con la que viven acá. Y viven bien, se los digo. El argentino promedio que he conocido se lamenta profundamente de que ahora no puede ir a comer a la calle todo lo que quisiera y en la frecuencia a la que estaba acostumbrado. Ya quisiéramos muchos, digo yo. Hace años que comer fuera de casa se volvió un lujo para la gran mayoría de los venezolanos, dentro y fuera del país. También se suelen referir a sus conciudadanos como unos “vagos”, cosa que me asombra y me enmudece, por miedo a parecer descortés y malagradecida, pero francamente en Buenos Aires ahora mismo, en todos lados te atiende un venezolano, cuando no son peruanos, paraguayos o bolivianos los que te sirven la mesa o te asisten en los comercios. 

Seguimos mirando esas cosas que se vuelven cuitas en estas crónicas.

En silencio siguen pasando los días. Quiero entender lo que escucho cuando no hay tanto ruido, como ahora.

Los arreglos de ropa siguen llegando y lentamente he ido haciendo una pequeña clientela. Es gratificante. Continúo mis estudios como creadora, transcriptora y traductora de textos por internet. También por ese lado hay alguito de trabajo, ahora mismo estoy transcribiendo para la Fundación Gonzalo Plaza que maneja mi hermano Carlos Eduardo, el Catálogo de la exposición “La Nueva Estampilla Venezolana”, una iniciativa de mi padre por allá en los años setenta, cuando por primera vez se diseñaron en Venezuela nuestros sellos postales. La idea de la Fundación es editar un hermoso libro, de cuya venta se alimentarán los proyectos educativos de ésta. Formé parte de ese catálogo en aquellos tiempos, mientras estudiaba en la universidad. Cuarenta y pico de años más tarde estoy transcribiendo un texto que ayudé a redactar entonces. Linda coincidencia.

No he abandonado la fabricación de plantas de tela, cosa que he descubierto me gusta mucho, sólo que ha quedado relegada a los espacios de esparcimiento. A veces también de actividad meditativa y de serenarse. De vez en cuando también desempolvo un bordado que anda por ahí.

Todo esto que acompaña ahora a las rutinas domésticas que comparto con mi hija y compañera, eso que es ahora mi nueva vida argentina. Eso, y un silencio nuevo al que me estoy acostumbrando. 

Así mismo como también se va una acostumbrando, poco a poco, a la compañía virtual de quienes amablemente nos acompañan con su lectura de estas palabras. Palabras a veces hilvanadas. A veces sueltas.

Es una nueva y amorosa experiencia. Gracias, a todos. Desde mi silencio.